domingo, 27 de julio de 2014

La realidad a su disposición


Despertó en el hospital, con una máscara de respiración en la cara y un fuerte dolor en el pecho.

– ¿Dónde estoy?

– En el hospital. Te atropellaron hace un mes.

– ¡¿Qué?!

– Nunca te dijeron que miraras a ambos lados antes de cruzar, parece

Nicolás parecía zombie. Estaba demacrado, sin duda por estar tanto tiempo sin moverse. Los párpados le pesan, al igual que los brazos. Con un gran esfuerzo logra incorporarse y sentarse en la cama del hospital. Se pone a llorar. No siente las piernas. Presiona el botón de llamada a la enfermera, quien llega en menos de un minuto.

– No se esfuerce – dice, con voz de mamá – el accidente fue gravísimo

Pero él no parece darse cuenta. Ese día, el último que recuerda, había salido de su casa a comprarse el traje de realidad virtual que hace poco había salido al mercado. Y era toda una maravilla, porque no era necesario moverse para que la realidad virtual hiciera lo suyo: bastaba sólo con sentirlo. Se vio a sí mismo corriendo a través de la calle en un semáforo en rojo, sin advertir que un pesado camión de retiro de desechos radioactivos daba la vuelta en la esquina. La imprudencia del niño y el accidente fueron uno. Algo que Nicolás, a sus 16, jamás va a olvidar.

– ¿Dónde quedaron mis cosas? – inquirió el muchacho, con cierta inquietud en su voz, temblorosa

– Después te preocupas de eso – era la voz de su madre, que había ido a buscarlo al hospital

Su madre le mira angustiada. No sabe cómo decirle lo que ha ocurrido. O, más bien, las consecuencias que traerá para el joven muchacho. Inválido. Una carga que no muchos pueden soportar. El índice de suicidios debido a la invalidez había aumentado muchísimo, pero los “afectados” eran, en su gran mayoría, veteranos de la Guerra de Buenos Aires. Le preocupaba su hijo. Desde la muerte de su padre, en la antes mencionada guerra, el niño se había refugiado en los videojuegos. Todo el día estaba conectado. Su piel estaba pálida, debido a que casi nunca salía de su habitación, aunque la lámpara de luz negra había dejado una leve quemadura en su piel, que se mostraba mucho más pálida en la parte de los ojos y las manos, sin duda, por el uso de los guantes y los lentes virtuales.

Se limpió el sudor del rostro, sudor mezclado con lágrimas, respiró y miró a su hijo. “¿Será capaz de soportar esto?” pensó la madre, mientras seguía empujando la silla de ruedas a la parada de aerotaxis.

– Setecientos cincuenta pesos, señora – dice el taxista

En menos de cinco minutos han llegado a Campanario, en la zona de Providencia. El altísimo edificio abre sus mamparas al acercarse la mujer y su hijo.

– Mamá, no voy a volver a caminar, ¿cierto?

Pero la mujer calla. Su hijo demuestra cierta fortaleza. Había superado, en parte, la muerte de su padre, aquel gallardo héroe que, ataviado con su indumentaria militar, sus pesadas botas y su cuchillo al cinturón, evocaba en el niño las fantasías de un héroe patrio, tal como lo fueron Santiago Bueras y José Miguel Carrera. Su padre era el ejemplo de hombre que quería ser cuando grande. Quería.
– Está bien, mamá – dijo – Puedo soportarlo
¿Podría ella?

Pasaba los días acostado en su cama. No se había conectado a sus juegos en más de tres semanas, sin contar el casi mes completo que pasó en el hospital. A ratos, miraba por la ventana, veía a los niños jugar en la terraza del megaconjunto, veía los aerotransportes alejarse en el horizontes y las motos recorrer las calles bajo la nube grisácea que cubría los cinco primeros pisos de altura de la ciudad.

– ¿Por  qué habría de preocuparme? – Dijo – si de todos modos, cuando caminaba, nunca salía de mi pieza.
Llamó a su madre y le pidió que le entregara sus compras hechas antes del accidente.

– Los lentes se rompieron cuando el camión te golpeó. Tuve que comprarte otros.

Se los puso y le pidió a su madre que lo dejara solo. Tras ingresar unas cuantas líneas de comandos en la interfaz central del traje y pudo ingresar.

El mundo virtual es una maravilla. No hay limitaciones. Puedes volar, disparar armas que aparecen y desaparecen. Correr miles de kilómetros en un segundo.

Las horas no pasaban por su mente. Se sentía feliz de poder olvidarse de sus limitaciones. En el mundo virtual no tendría que lidiar con una silla de ruedas, ni con un par de piernas que en vez de serle útiles se habían vuelto un problema. No sentía hambre, aunque, cada noche, se tomaba un litro de Coca Cola de un solo sorbo. El azúcar mantiene al cerebro encendido y alerta, junto con la cafeína. Necesitaba tener sus sentidos alerta mientras se enfrentaba como gladiador en un circo romano virtual o cuando era comandante de la legendaria nave General Carrera, la primera de las arcas espaciales que surcó el cielo de Chile.
Su madre estaba preocupada. Le hablaba, pero su hijo no contestaba, absorto dentro de ese mundo irreal pero a la vez real en el que se encontraba. Trató de desconectarle, pero sólo recibió una “descarga de seguridad” programada por el traje. Se suponía que desconectar al usuario de golpe podría freír su cerebro.
Cada tres meses debía ir a control médico para ver la evolución de la columna. La ingeniería genética permitía ciertos avances curativos que la ciencia de inicios del siglo XXI no permitía, aunque los huesos, y especialmente los nervios asociados, seguían siendo un desafío.
La madre le comenta al médico el hábito de su hijo de pasar 18 horas diarias dentro del traje, del cual sólo salía para dormir y tomar bebida. ¿Qué importa? Pensaba el muchacho. Dentro del mundo virtual era libre. Si quería, podía correr, si quería podía volar, matar gente –sin matarla, realmente– o hacer lo que su imaginación le permitiese hacer. No había días, ni semanas, ni horas. Todo era el momento.
Pasaron tres años de lo mismo. El muchacho no se había dado cuenta. Su madre, desesperada, compró un segundo traje de realidad. Entró al mundo que mantenía fascinado a su hijo, sólo para darse cuenta de que la mente de aquel muchacho de pómulos pecosos y pelo castaño había muerto, transformado en un tirano dentro de aquel mundo de información. Asustada, salió y leyó las instrucciones del traje, buscando un interruptor de emergencia. El slogan bajó la marca del producto rezaba “La Realidad a su Disposición”. Comprendió el sentido del tiempo y de la realidad. ¿Soñaba ella o era su hijo quien soñaba? Sin pensarlo dos veces, colocó un arma de protones en la sien de su hijo y disparó.

jueves, 17 de julio de 2014

Sueño de una noche de verano

– Deberías dejar de comer esos pastelitos de canela – dice su señora – te vas a enfermar del estómago de nuevo

– No pasa nada, mi amor, tranquila

– Cuando andes enfermo de la guata, no quiero que me vengas a llorar – responde ella, con cierto enojo y con tono burlón

Ambos se van a la cama, llevando Esteban una bandeja de pastelitos de canela que compró camino a su casa, luego de haber ido a la casa de su madre. Prenden la tele y se disponen a ver el Martes de Merino, el programa favorito de todos en el país. Hoy, Merino –nadie sabe su nombre, sólo su apellido– hablará sobre el tema del ozono y de la nueva moda de los guantes fluorescentes. Nada fuera de lo usual.

Sofía era una mujer de rasgos delicados, “una doncella”, al decir de Esteban. Dueña de una sonrisa amplia, pómulos marcados de un sensual color rosado y unos ojos verdes profundos. Su marido rara vez podía ser dueño de sí mismo cuando estaba cerca de ella. Amén de su belleza, poseía un carisma y un encanto natural que tenía embobado completamente a su esposo. Pero el comer es comer, pensaba Esteban, y le gustaba darse ese lujo. Si engordaba, ya bajaría esos kilos corriendo el fin de semana por la tarde, luego de cachurear por el persa en la mañana.

La risa estridente de Merino invade la habitación mientras Esteban comienza a dormirse. Sofía apaga la televisión y programa el despertador a las 8 de la mañana.

– Buenas noches, mi amor

– Dulces sueños

A Esteban le llega la luz de la calle justo sobre los ojos. No puedo dormir con luz, pensó, mientras se levantaba a cerrar la cortina. Era un resplandor rojizo el que entraba, lo cual le pareció extraño. Abrió la pesada cortina de un golpe y se dio cuenta de que el megaconjunto Libertad, vecino del suyo, estaba en llamas. Faltaban partes de la construcción del edificio y se escuchaban sonidos de sirenas a los lejos. Escudriñó el horizonte con esfuerzo, ya que no se había puesto sus lentes, y se dio cuenta de que Los Placeres y Villa Paraíso también estaban en llamas. Unas siluetas negras se veían en el cielo purpúreo, iluminadas en parte por los reflectores de la Policía Federal.

– Sofía, mi amor, despierta – dijo, volviéndose a su esposa, pero no había nadie

Se dispuso a buscarla por el resto de la casa, pero nadie contestaba. Su esposa se había ido. Buscó en la última repisa de la cocina el arma de protones que le dieron en el servicio militar y se acercó nuevamente a la ventana, pensando en quizás qué los estaba atacando. Sin pensar en su propia seguridad, salió de su departamento y comenzó a tocar las puertas de los vecinos. Nadie salía, era como si se hubiera quedado solo entre tanta explosión. Los gritos desesperados de la gente en la calle lo hacían sentirse perdido y desconcertado.

– ¿Será una ataque de los argentinos? – dijo en voz alta, como buscando una respuesta en la oscuridad de la noche

– Quizás  le respondió una voz familiar – aunque los argentinos no tienen esa capacidad de ataque

– ¿Si no son ellos, entonces, quiénes son?

– Se hacen llamar röds. Vivían en el hemisferio sur de Marte, antes de que los humanos nos apoderáramos de su planeta. La colonia de Nuevo Chile está en el hemisferio sur marciano. La tecnología de la colonia es mucho más avanzada que la nuestra, por eso nos atacan acá.
Reconoció la voz. Era Merino, el mismo hombre de barba pelirroja y patillas espesas que aparecía en la televisión.

– Röds – repitió Esteban – Nos invade una raza extraterrestre

– Nuestra gente los exterminó en Marte – titubeó la voz, por un momento – o eso creíamos
Bajó las largas y angostas escaleras que se ubicaban en la parte central del megaconjunto El Dorado, donde él vivía junto a su mujer. Sofía, ¿qué será de ella? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba el resto de los vecinos del megaconjunto? Pensaba Esteban, sin dejar de apuntar el arma de protones que llevaba en la mano izquierda. Era zurdo, y tenía la extraña costumbre de disparar el gatillo con el dedo medio.

Salió del megaconjunto por la entrada principal, que daba a Avenida Costanera, en Cerro Navia. Pedazos de los edificios aledaños estaban ardiendo, en el suelo, mientras la gente miraba sin dar crédito a lo que veían.

– ¡Nos invaden! ¡Vamos a morir! ¡Exterminados como perros! – gritaba un grupo de tres personas al que Esteban se había acercado, que no reparó en su presencia.

– Se llaman röds – dijo – nos atacan porque nosotros instalamos la colonia de Nuevo Chile en sus territorios marcianos

Nadie le hizo caso. ¿Se había convertido en un fantasma? A lo lejos, ve a Sofía corriendo, con su hermoso pelo rubio oscuro despeinado.

– ¡Amor! ¡Amor! – gritaba, pero Sofía no escuchaba – Sofía, estoy aquí

Sofía seguía corriendo y él no podía darle alcance. Dobló por la esquina de Diagonal Reny y la perdió de vista. Las siluetas que vio antes en el cielo –que no eran otra cosa más que naves röds– se mantuvieron estáticas, mientras unos sonidos extraños se escuchaban saliendo de ellas. El mismo mensaje se repetió varias veces: Få ut din kolonier från vårt land eller land kommer att drabbas.

Eran las tres y media de la mañana. Miraba atónito el cielo nocturno. “Es una invasión” pensaba. La voz de la oscuridad volvió.

– Nosotros dimos el primer golpe – dijo, con cierto humor en su entonación – y nosotros daremos el último, ciertamente

Volvió caminando al megaconjunto El Dorado, por la entrada posterior. Subió la larga escalera que tocaba cada uno de los pisos. Se puso el arma de protones en el elástico de su ropa interior, para poder sujetarse de ambas barandas al subir. Le vino una sensación de ansiedad. “¿Por qué Sofía no me pescó?” pensó. Quizás, estaría enojada, o siendo presa de un ataque de pánico. Totalmente comprensible. Esto último le calmó. Al llegar al piso 23, sintió vértigo. La escalera le parecía eterna e irreal. Se movía. Se acercaba. Esteban permanecía inmóvil. La escalera se convertía en diez escaleras paralelas y en la mitad de la escalera original. Descendió un escalón. La figura de Merino apareció frente a él.

– Te dije que no comieras esos pasteles de canela. Te caen mal a la guata – dijo Merino, con su característica voz con tono gracioso.

– ¿Merino? – inquirió Esteban, tratando de dar alcance a la figura

Siguió subiendo la escalera a paso acelerado. Llegó a su departamento del piso 76. Entró a su casa, que tenía la luz del baño encendida y se vio a sí mismo, orinando, con una mano sujetando sus genitales y con la otra, sujetándose a sí mismo contra la pared, como si estuviera borracho. Volteó la cabeza para ver a través de la cortina. El fuego seguía iluminando todo. Pensó en sí mismo en el baño. ¿Sería este su doppelgänger? No puede ser eso posible –pensó– el doppel queda siempre en la fábrica. Sólo se lo llevaba a casa cuando tenía vacaciones o cuando necesitaba reparaciones, pero la revisión técnica fue hace menos de un mes y estaba perfecto. Se devolvió al baño y no había nada. La casa entera volvía a estar vacía.

Un calor le inundó, sudaba. ¿Hacía calor porque era verano o por el fuego que inundaba las calles? Sintió ruidos provenientes del comedor. Con el arma en la mano y el dedo medio en el gatillo, se adentra en la espesura de la noche que habitaba su comedor. Un gato blanco salta desde la mesa. O algo que parecía un gato, ya que estos animales estaban extintos. Tenía un collar con un micro parlante en él. Del collar salió una voz:


Få ut din kolonier från vårt land eller land kommer att drabbas.

Tres veces se repitió el mensaje antes de que el gato cayera muerto a los pies de Esteban. Se echó para atrás, con asombro, mientras una gruesa gota de sudor frío recorría su espalda. Volvió a escuchar la voz de su mujer, advirtiéndole sobre el dolor que le provocarían los pasteles de canela. Se escucha ruido desde su habitación. Nada hay ahí, más que la luz blanquecina que emana desde el televisor, contrastando con el resplandor rojizo que entra por la ventana. Sólo estática en la televisión.

Se forma una figura entre la estática. Una persona. Una mujer. Sofía. La imagen de Sofía aparece en el aparato que cuelga desde la pared contraria a la que está apegada su cama. Con una voz dulce, pero firme, le dice desde la pantalla “te advertí sobre los pastelitos de canela. Pero a usted le gusta ser porfiado”.

Vuelve a mirar por la ventana. Son las seis de la mañana. Con gran sorpresa, se da cuenta de que todo está como debiese estar, unos chicos pandilleros están haciendo fuego dentro de un tarro de latón, mientras quiebran botellas vacías de cerveza en la cuneta. Se toma el pelo, desesperado, y lanza un grito. Sofía, su mujer, lo abraza fuertemente, para calmarlo.

– Te advertí sobre los pastelitos de canela, pero a usted le gusta ser porfiado – le dice, con voz maternal – Ya, levántese, que hoy nos vamos de vacaciones a Marte. El doppel lo pasarán a dejar hoy donde tu mami

– No quiero ir a Marte. Los röds – responde Esteban, con voz temblorosa

– Ya, no empiece con sus tonteras, hemos estado hablando todo el año sobre ir a Marte y ahora me sale con esto – responde su mujer, con tono autoritario – tus maletas están listas, el aerotaxi va a llegar en media hora, báñate mientras te preparo té.

Esteban se levanta, mira por la ventana y mira su cama. Se baña y se viste, mientras su mujer le mira con ojos de enamorada.

– Última vez que compro pasteles de canela – dice, mientras el vapor del té le empaña los lentes.

Partida de Ajedrez en Europa

– El gambito es una jugada clásica, pero es raro que tú la sepái. Digo, es como tercera o cuarta vez que jugái ajedrez en toda tu vida – dijo Mauricio.
­A él le había costado años aprender a jugar bien. Su padre le enseñó, cuando era chico, a jugar ajedrez para ayudarle a desarrollar su capacidad de análisis, además de que su padre estaba obsesionado con el juego. Knull se mostraba casi como un experto.
– Alfil a Caballo de Rey – dijo Knull, haciéndole un gesto para despabilarlo.
Estaba absorto en sus pensamientos. No sentía frío, lo cual era raro, pues todos sus amigos que habían viajado a Europa decían que era muy helada.
– El primer requisito de un juego es el de entretener. Pareciera que no te importa jugar.
– Lo siento, me quedé pensando. Las estrellas se ven hermosas. Es lindo tener un cielo tan brillante – dijo Mauricio, con ojos melancólicos, apuntando al cielo nocturno.
Knull lo miraba con cierto asombro. Nunca se detenía a observar el cielo. Su vida transcurría dentro de cuatro paredes donde se dedicaba a escribir folletos turísticos, y recibir a alguien en el patio de su casa era raro. Había conversado con Mauricio, a través de e-mails, por pura casualidad. Lo invitó a su casa, con todos los gastos pagados, gracias al plan de vacaciones semestrales que la StarTour le ofrecía. No era casado, no tenía familia. Vivía alejado de casi todo y, aunque eso le agradaba, no le pareció mala idea invitar a Mauricio a conocer Europa.
– Deberíamos entrar, ya está empezando a bajar la temperatura – dijo Knull, indicando la puerta de su casa.
Una vez dentro, Mauricio se quedó mirando el patio, con el cielo estrellado de fondo. Alfil toma caballo de reina, jaque. No le importaba perder. Habían jugado ajedrez con Knull por internet dos veces y lo había vencido. No reparó en la taza de té de jazmín que Knull puso delante de él. Quería seguir mirando afuera.
Cometas, errantes del cielo. Los planetas se veían clarísimos desde su perspectiva. Desde que era niño no había visto un cielo nocturno tan estrellado. No podía distinguir bien las constelaciones que conocía y que alimentaron sus fantasías infantiles en su lejano Coquimbo. Los observatorios de su natal Chile tenían vista privilegiada, pero estar en la luna más grande y poblada de Júpiter era una cosa muy distinta.
– Ustedes los humanos son graciosos – decía en un tono burlesco Knull – viajan miles de kilómetros para conocer un mundo distinto y se quedan mirando al cielo.
– Es distinto tu cielo al mío, compadre. Este cielo tiene muchas más estrellas de las que nunca vi. En la Tierra, el cielo está contaminado por las emanaciones radiocativas. Deberíai darte con una piedra en el pecho por tener esta vista maravillosa – replicó Mauricio, con cierta melancolía en su voz.
Knull se fue a su cama, dejando el tablero de ajedrez holográfico en suspensión. Le causaba gracia lo que Mauricio le dijo. La monotonía deseable que era su vida no despertaba la curiosidad de su mente. La curiosidad era cosa de humanos, no de himmlischs.
Los himmlischs eran una antigua raza que había habitado el sistema solar mucho antes que la vida apareciera en la Tierra. Tenían forma humanoide, pero con una leve coloración celeste en su piel, ojos rojos y pelo azul marino. Se habían dedicado a la exploración espacial en el tiempo en que los dinosaurios habitaban nuestro planeta, y al no encontrar vida inteligente, decidieron abandonar la búsqueda de otros mundos. Se asentaron en Plutón y Júpiter, ocupando las lunas y estableciendo colonias mineras. Europa era rica en flexianio, rubidio y acero. Los himmlischs usaban estos materiales en la creación de sondas de excavación para investigaciones científicas, especialmente el rubidio, el que, una vez refinado, era imposible de volver a derretir. Ganímides, la luna vecina de Europa, albergaba colonias de granjas hidropónicas de lechugas. Los himmlischs consideraban un verdadero manjar este último alimento. Era hora de levantarse. Para el desayuno, Knull había preparado ensalada de lechugas con tomate.
– Nunca pude comer una lechuga – dijo Mauricio – en mi país, se extinguieron después de una guerra civil nuclear.
– Son realmente exquisitas – respondió Knull
Su mente divagaba. Las ventanas mostraban un cielo oscuro, con una infinidad de estrellas. No podía poner atención a lo que Knull le hablaba. Despreciaba, en cierta manera, a ese alienígena celeste, porque no lo comprendía. Le recordaba al señor Spock, pero sin las orejas puntiagudas.
– Hoy iremos a Rigel 9, queda en la órbita de Plutón. Vas a conocer la manera en que los himmlischs nos entretenemos. Podemos continuar la partida de ajedrez en la tarde
Tomaron la aeronave de Knull y pusieron rumbo a Plutón. No mostró mucho interés en trepar baobabs o en la carrera de sopers, unos animales parecidos a los caballos. En el viaje de vuelta no dijo una sola palabra.
– Extrañas tu hogar, ¿no?
– Extraño el cielo que solía tener mi hogar. Chile solía ser un país bonito. Siempre creí que el conflicto nuclear afectaría sólo a la capital, pero resulta que Coquimbo fue la ciudad más afectada.
Mauricio llegó a dormir. No comió nada, sólo pasó directo a la habitación que Knull le preparó a su llegada. Sentía que su amigo estaba deprimido por lo que su país vivía. Pasaron las dos semanas que Mauricio se había propuesto pasar con su amigo de las estrellas. El día antes de volver a la Tierra, propusieron seguir jugando la partida que dejaron pendiente. Partió Mauricio moviendo a su Reina, alejando el peligro del jaque. Knull podía predecir el movimiento y atacó con peones. Mauricio se veía contento, agitado. Pensó en que se jugaba el destino de su planeta frente a un horda de invasores alienígenas. Eso le alentaba a ganar. Había logrado salvarse del peligro de perder frente a un himmlisch haciendo movimientos erráticos, sin ninguna estrategia.
– Ajedrez significa “juego de los ejércitos” – dijo Knull – Deberías aplicar estrategia
– Es lo que hago. No sé si te diste cuenta, pero un movimiento mío va a terminar en jaque, y en este caso, mate
Tenía razón. Knull estaba más preocupado de los movimientos de Mauricio que de los suyos propios. Mauricio hizo el último movimiento y ganó la partida. Lanzó una risotada estruendosa y se dijo a sí mismo “el mundo vuelve a estar a salvo otra vez”. Knull le invitó un último té, un ceylán simple.
– Ciertamente, me he confiado
– Los chilenos somos pillos – dijo Mauricio, sin sacarse la sonrisa de la cara
– Sin duda alguna
Miró a Mauricio y estrecharon sus manos. Era hora de irse. El StarTour con destino a la Tierra despegaría desde Ganímedes en una hora, así que debía preparar sus maletas. Tomaron la aeronave de Knull y en menos de dos minutos estaban en la puerta del astropuerto.
– Buena suerte, mi querido amigo – le dijo el azulado humanoide
– Lo mismo digo, hermano
– Espero que podamos volver a juntarnos, en un futuro cercano – dijo, abrazándole, Knull
– Tenlo por seguro, compadre – contestó Mauricio – La próxima partida la haremos en Coquimbo.

Protéjase de los rayos del Sol

Extraño a los gatos. Se declararon extintos en el verano de 2019, cuando una nube radioactiva cubrió la mitad del mundo. Medio Oriente estaba en guerra, usando todo su poderío nuclear. Supongo que esa es la razón por la cual sus países siguen separados mientras en el mundo se ha formado alianzas y confederaciones.
No es de lo que quiero hablarte. De hecho, quiero contarte una pequeña historia que me sucedió un día mientras estaba sentado en la puerta de mi casa, en Avenida El Olimpo, en lo que antes se llamaba Maipú. Era el verano de 2039, enero. Hacía un calor de mierda y yo estaba con una polera delgada mientras conversaba con un vecino. El clima del momento era algo tópico, por lo que obviamos hablar sobre eso. El tema eran esas nuevas maquinitas que habían salido al mercado, con un réclame pegajoso: “Proteja, proteja su corazón, proteja, protéjase de los rayos del sol, proteja, proteja su corazón, Rodríguez, Rodríguez tiene la solución”. El producto era la Coraza Pluma, una especie de escudo protector contra los rayos ultravioletas, que la Rodríguez Soluciones había lanzado al mercado. El ozono había desaparecido completamente de la atmósfera, dejando a personas y animales expuestos a la radiación solar. No podíamos salir mucho a la calle, a pesar de que existían varios escudos antiUVA en toda la ciudad. Estar con polera en la calle era un lujo que pocos se daban, casi siempre los más estúpidos. Yo era uno de esos.
Por la calle iba un funeral de alguien que había muerto en la manzana de atrás. Era una doliente ceremonia. Con mi vecino quedamos mirando el sepelio y yo dije “cuando pase una micro, vamos a ver si el finado era querido o no”, a lo que mi vecino respondió con una risa cómplice. Hicimos la reverencia acostumbrada y proseguimos nuestra conversación.
– Esas hueás de la Rodríguez Soluciones no me dan confianza – dijo – ¿Supo usted de que en Cerro Navia hubo un par de androides, esos que llevaron a la guerra, que estuvieron funcionando mal? Creo que uno hasta se puso a matar gente
– Esas cosas pasan, sean o no de la Rodríguez. Industrias Marchant sacó un modelo de ayudante doméstico que se incendiaba solo y fallaba a cada rato. Yo compré uno y me salió malísimo. Lo de la Rodríguez fue un chamullo, no más.
Tres y media de la tarde, 39.6 grados, según el termómetro del comedor. Entro a buscar una botella de agua y trato de cambiar el tema. Fútbol y religión son temas que no se deben tocar. El primero, porque siempre termina en pelea y el segundo, porque siempre termina en compasión mutua. “No creo que el Magallanes vuelva a ganar el campeonato de Primera División. Nadie lo puede ganar 10 veces seguidas” dice, como si fuese un analista. “Por algo es la Academia”, respondo, poniendo fin a un tema incómodo.
Comienzo a notar que mi vecino, expuesto a la luz del sol, comienza a tostarse más de lo normal. Digo, uno se quema normalmente a la luz del sol, pero ponerse negro se demora unos cuántos días. Lo normal es ponerse rojo, pero negro es raro. Fue lo que le pasó a mi vecino. Dejé de pescar lo que estaba diciendo y empecé a notar que de “blanco” pasó a “amarillo”, de eso pasó a café claro, luego café oscuro y finalmente, a negro. ¡Mierda! Le están saliendo ampollas en los brazos. ¿Cómo no se da cuenta? O sea, está bien estar concentrado hablando sobre un tema, pero ¿no siente el dolor?
Trato de hacerle señas para interrumpirlo en lo que sea que esté hablando, pero no me pesca. ¿Se quedó sordo, igual? Como sea, parece que se está quemando vivo y no se ve preocupado. Lo dejo hablando solo y me entro. No nota nada. ¿Estará ciego? Esto se está volviendo demasiado extraño. Entró a su casa y cerró la puerta con llave. En la tele dicen que no es recomendable salir de la casa, porque el efecto de la desaparición del ozono está causando muchos estragos. Han dado, en menos de cinco minutos, cuatro veces el réclame de Rodríguez Soluciones. “Proteja, proteja su corazón, proteja, protéjase de los rayos del sol, proteja, proteja su corazón, Rodríguez, Rodríguez tiene la solución”.

El día se pone rojo a eso de la una, lo que indica que hay que refugiarse. La mayor parte de la gente puso madera en sus ventanas y creo que están aprovechando de dormir de día. La noche es fresca y oscura, ya que la luna no está reflejando la luz del sol (por suerte). La vida se está desarrollando más en la noche. Compré la famosa Coraza Pluma (imagino que se llama así por lo liviana que es) de la Rodríguez y he podido salir en el día. Es como una especie de escudo bastante práctico, pero es un horno móvil, termino casi derretido adentro. Pero bueno, es mejor eso a terminar como mi vecino.

Viaje sin escalas desde Talcahuano al Centro de la Vía Láctea

Se despertaba cada mañana para ir a la pega, a un trabajo de mierda que no le gustaba. Llegaba cada noche, cansado, a acostarse con la misma mujer que cada día le recordaba que era un fracasado. Miraba el techo color ocre antes de quedarse dormido, mientras Paulina, su mujer, se quedaba leyendo novelas que él consideraba absurdas. Hablaban de amores sufridos y de enfermedades, que quedaban a un lado, superadas por amor y de países y costas lejanas. Nada de eso es lo que él había conocido, pues nació en San Clemente, un pueblo recóndito de Talca, cercano al río Maule, donde había que levantarse con las gallinas para trabajar en los campos, antes de que el gobierno de la Federación los requisara y les diera trabajo en el centro de MegaConcepción: Talcahuano.
Llegó a Talcahuano siendo aún un crío. El mundo es un lugar enorme y la megaciudad lo es aún más para un cabro de 17 años, con más fuerza y ganas de trabajar que experiencia. El primer día lo asaltaron. No podía encontrar la dirección del megaconjunto donde vivía su tía Adelina, hermana de su papá, hasta que una chica, de pelo corto, ojos grandes, pómulos sensuales y pálidos y una sonrisa adornada por frenillos le ayudó a encontrar la dirección. Él se llama Isaías, ella se llama Paulina.
Al poco tiempo de haberse conocido, habían comenzado a pololear. A ella le atrajeron sus manos ásperas, curtidas en el trabajo del campo, su espalda ancha y su cara tostada por el sol, además de su actitud, seguro siempre de sí mismo. Se conocieron en marzo, pololearon en abril. Se casaron dos años después, en agosto. Y se acabó el cuento de hadas. Él consiguió trabajo en la usina de Huachipato como obrero, con un sueldo que cualquier profesor envidiaría, pero que para su mujer no era suficiente.
Miraba al cielo por las noches, antes de ir a dormir, por el balcón privilegiado que el piso 145 del megaconjunto Los Placeres le daba. Y se detenía fijamente en la silueta que la luz de la luna iluminaba. Era Ouroboros, la estación espacial internacional, y por su mente pasaban miles de imágenes: se veía a sí mismo como un turista queriendo visitar Marte, o como jardinero de las granjas hidropónicas de la Luna. Incluso, se veía bebiendo whisky con los astronautas de la Alianza Europea o los del Imperio Asiático en el salón principal de la estación. Pero cada uno de estos sueños era opacado por la estridente voz de Paulina.
- Deja de soñar con ir al espacio, enfermito. Piensa un poco y date cuenta que erís un roto, los rotos no van al espacio. Los rotos nacen y mueren en las ciudades llenas de contaminación. Vos no llegaríai ni a la esquina en una aeronave – solía decirle
- Y vos deja de leer esas hueás de cuentos culiaos, que nunca va a venir un “príncipe azul” a rescatarte – respondía, con cierta indiferencia
- Yo no me imagino hueás, leo para escapar de la mierda de vida en la que vos me tenís viviendo – era la clásica respuesta de ella, que cerraba la conversación.
Después, había silencio. Sueños. Uno tras otro, granjas en la Luna, turismo en Marte, misiones de exploración en Urano. La luz del sol le llegaba en los ojos, y lo despertaba la voz chillona de Paulina, diciéndole que debía ir a la pega.
Ese día, salió temprano de trabajar. Era el 19 de enero y se celebraría la Fiesta Nacional de Liberación y todo el mundo festejaba. Fue a un bar, con algunos de sus compañeros de trabajo. Entre cerveza y cerveza, les contó a sus amigos su sueño de ir al espacio. Entre risas y burlas, porque consideraban esos anhelos de astronautas como delirios de cabro chico afiebrado, uno de sus colegas le dio una tarjeta.
Cumpa, la Federación está buscando voluntarios para enviar su propia tripulación a la estación espacial internacional, para adiestrarlos y que puedan trabajar en la Luna –
Tomó la tarjeta como un tesoro, y salió del bar a buscar la dirección. Tras caminar por varias cuadras, se topó con la Oficina Federal de Reclutamiento, que estaba cerrada por los festejos. Se detuvo a mirarla y vio en una venta el círculo dorado que simula una serpiente mordiéndose la cola, el emblema de la Ouroboros. Sonrío levemente, pensando en faltar a la pega el siguiente día hábil para presentarse en dicha oficina. Su sueño de ir al espacio estaba cerca, pero ni tonto le contaría a su mujer, ya que, pensaba él, se burlaría de aquello. Siempre se burlaba de casi todo lo que él hacía. Ella era una mujer difícil. Había pensado en darle un charchazo, pero no quería agrandar los problemas que ya tenían juntos. Además, seguía enamorado.
No quería dormir, la ansiedad por presentarse en la OFR le impedía conciliar el sueño. Paulina se había dormido con el libro que siempre leía entre sus manos. Se veía hermosa cuando dormía, podía ver en ella a aquella muchacha de sonrisa amplia y pómulos pecosos que le indicó la dirección del megaconjunto. Un olor a algodón de azúcar y a tierra húmeda le envolvió, como la primera que la vio. Una sonrisa cambió su vida. Tomó el libro de las manos de su mujer y lo cerró, marcando la página en que ella había quedado, dejándolo en el velador. Ella no se dio cuenta. Él se quedó de pie, junto a la ventana, mirando al cielo, imaginando lo que siempre imaginaba. Llegó el alba y la mañana. Día de trabajo… o de ir a la OFR, a presentarse voluntario.
Veinticuatro de enero de 2040, 09.00 AM. No desayunó, en parte por miedo a los retorcijones que siempre le daban en los momentos menos oportunos y en parte, por la ansiedad de llegar y ser el primero. O el segundo. O el tercero. Había cerca de 25 personas, hombres de todas las edades, incluso dos niños menores de 20 años (la edad legal para ser ciudadano, de acuerdo a la Carta Suprema de la Federación). Se arrancó unas hilachas del chaleco que llevaba, se peinó el flequillo con la mano y entró a la oficina. Nada del otro mundo: preguntas sobre sus datos personales, sobre la motivación para ir a la Ouroboros y un test psicológico, que pasó sin mayores problemas. Calificado. Debería presentarse la semana siguiente en el Centro Federal de Servicio Aeronáutico, con sede en Chillán, para las pruebas correspondientes al físico y a la resistencia.
La semana se hizo corta. Le contó a su mujer, mientras tomaban la once, acerca de su ida a la OFR y de que tenía que presentarse para las pruebas. Le habló de los beneficios que gozarían si llegara a quedar seleccionado para ir al espacio. Los ojos le brillaban.
– Tan ingenuo que erís, a veces – le dijo ella, con ojos tiernos pero un tono burlón.
 Él siguió tomando té, en silencio.
Las pruebas eran realmente duras, especialmente aquellas relacionadas con la resistencia a la gravedad. No es lindo estar dentro de una centrífuga, se te revuelve el estómago, pero Isaías se la podía. No era como los otros, esos futres que se habían presentado, niños que no saben lo que es penca, lo que es pasar pellejerías por un sueño.
Anuncian los resultados de las pruebas. Un sargento con voz aguda comenzó a llamar por los apellidos.
– Aravena, Miguel. Chávez, Patricio. Friedemann, John. Fuenzalida, Isaías. Ramírez, Ricardo. Rojas, Alejandro. El resto, puede retirarse. Su país les agradece la disposición a participar en tan grande hazaña. – dijo, para luego retirarse con los elegidos.
Ellos serían la élite de AustroAmérica, una nueva avanzada de países que ganaban terreno frente a la vieja Alianza Europea y a la Confederación AngloAmericana. Se unirían a astronautas de Altiplania, Amazonia y Aztequía.
El entrenamiento para la supervivencia en Ouroboros incluye resistencia a la gravedad y a la falta de ella, a pesar de que la estación espacial tiene su propia gravedad artificial. El último entrenamiento es una minucia. Él estaba ansioso por ponerse el traje, por caminar al hangar del cohete que lo llevaría fuera del planeta. El día del despegue, toda su familia, la que aún le quedaba, fue a despedirlo. Su madre, desde su silla de ruedas, le pidió que volviera completo. Paulina, su mujer, se tragó el orgullo de la mujer herida cuando se sabe equivocada, pues su marido al fin estaba cumpliendo su sueño. Se besaron como la primera vez, un beso con un aroma a tierra húmeda y algodón de azúcar.
– Me llamo Isaías – susurró en el oído de ella.
– Me llamo Paulina – contestó ella.
Una lágrima recorrió su rostro pálido y pecoso. Se sentía culpable por las veces en que él la necesito y ella no quiso apoyarle. A él no le importa eso, se sentía feliz de que ella fuera a despedirle y a desearle un buen viaje.
Los viajeros miran al imponente cohete, hecho con aleaciones de flexianio (un mineral encontrado bajo los hielos de la Antártica) y acero, del mejor que produce la Federación Unida de NeoExtremadura. Se lee, en el costado del transbordador, con imponentes letras rojas “General Carrera”. Una vez instalados y preparados, comienza el conteo regresivo. Son 10 segundos, que parecen ser horas. Nueve, ocho. La sangre les hierve, el pecho les arde y la ansiedad se hace irresistible. Siete, seis, cinco. Las esposas y familias, hijos, hermanos, todos congregados, dispuestos a una distancia segura, agitan pañuelos blancos para despedir a los valientes. Cuatro, tres, dos. Cierran los ojos. Uno. El orgulloso cohete de la Federación se eleva, majestuoso, a través de las nubes esponjosas. Los astronautas se mantienen en su sitio, y van en silencio, tratando de soportar la fuerza que los impulsa fuera del planeta. El calor es casi insoportable, hasta que, tras romper las capas de la atmósfera que los separan de las estrellas, lo han logrado: el espacio está tras la ventana de plexiglás reforzado. El cohete seguirá las coordenadas dispuestas en el sistema de navegación para alcanzar la órbita de la Ouroboros. La inteligencia artificial de la nave, llamada Homero, traza un curso de vuelo en el que el General Carrera debiese dar con la estación espacial en seis horas de vuelo. Los astronautas se disponen a abandonar sus puestos y a tratar de aclimatarse, y por sobre todo, de mirar por la ventana de la nave. Y se ve la Tierra, hermosa y frágil.
Isaías se mantiene fijo mirando el planeta y los cuerpos celestes que se ven a lo lejos. Marte se ve en todo su esplendor. La Luna aún no se ve, pero el Sol, aquella imponente bola de fuego en el vacío del espacio, se divisa de una manera hermosa. Mientras, sus compañeros de misión se dedican a tontear, hasta que a uno se le ocurre abrir una botella de agua. En el vacío del espacio, el agua se precipita a la parte superior del cohete, el techo, donde se encuentran los controles de Homero. La energía del cohete se corta, los propulsores se apagan y la nave se oscurece. Nadie sabe qué hacer hasta que, decididos en llegar a su destino, tratan de reactivar la IA de la nave. Nadie sabe realmente qué está haciendo, ya que debido a la existencia de Homero, no fue necesaria la intervención de algún otro técnico o navegador humano. Los astronautas están a la deriva. Uno de ellos, Alejandro Rojas, se aventura a activar manualmente los controles de propulsión. Con torpeza, rompe el seguro de la cámara, la cual lo absorbe dentro de los motores que se reactivan con la presencia del hombre.
Se produce un golpe de energía y la nave comienza a moverse, pero siguiendo un curso distinto del original. Dos compañeros, Ramírez y Friedemann, van a revisar los motores, descubriendo que en la sala de las turbinas no hay nada fuera de lo común. El viaje continúa como si nada hubiera pasado.
Tras horas, que parecen ser días, en las cuales varios se quedaron dormidos, se dan cuenta que los sistemas de navegación se reactivan. El curso indica un rumbo extraño: Centro de la Vía Láctea.
La ingeniería de los motores, propulsados a través de taquiones, es mucho más efectiva que la de los antiguos transbordadores angloamericanos. En una semana se podía estar en Neptuno. Pero el Centro de la Vía Láctea era un lugar peligroso. Se hablaba de mitos y leyendas de aquel “paraje”. Se oía el nombre de un tal Josef Petrenkov, el “Vigilante de las Estrellas”. Las provisiones para una semana se agotaron. Los valientes pero atolondrados astronautas se quedaban dormidos por el cansancio. Varios no despertaron más. A Friedemann lo consumió el hambre. Isaías, el más cauto, se encontraba exhorto mirando el espacio, negro, vacío, profundo, pensando en quizás qué sucedía en la Tierra en esos momentos. Pensaba en su esposa y el renacido amor entre ellos. Su mamita, la viejita que lo llevaba en carreta al colegio Abate Molina cuando era chico. Se acordaba de aquel día en que su compañero le entregó aquella tarjeta. El oxígeno se acaba dentro de la nave. Quizás, querer cumplir un sueño no es tan buena idea, después de todo, pero es bueno morir intentándolo.


Reflexiones en torno a una sopaipilla tirada en el suelo

Los humanos creen que somos sus amigos. Gracioso. Antes de que nos “domesticaran”, como dicen ellos, los atacábamos, porque siempre nos han caído mal. Los odiamos, hay que decirlo. Antes de que su estúpida evolución los dotara de mayor inteligencia y comenzaran a usar fuego, nosotros podíamos atacarlos y salir victoriosos. Nuestras jaurías podían diezmar a 20 de ellos en un solo día. Y nos gustaba esa vida. Pero por su culpa, por haber contaminado el ambiente, por crear nuevos y más efectivos métodos de dominar a la naturaleza y de luchar contra ella, quedamos como los atrasados.
Nos obligan a sentarnos usando palabras de un idioma que, probablemente, ni siquiera conozcan. Los humanos son estúpidos. Usan supuesta “filosofía canina” para hablar siutiquerías, poemas y distintas estupideces. Dicen que nos aman, pero sienten pena por nosotros. Yo no siento pena por nosotros, ni por mis hermanos ni hermanas. No tengo una conciencia empática, eso es de perras, no de perros. Quisiera morder a cualquier humano que pase por mi lado, a menos que me regale algo para comer. Patético, debo andar mendigando comida de parte de los seres más despreciables que puedan existir.
Me llamo Gladstone, soy un gran danés y me gusta mi nombre. Mi “amo” murió en el 2015, cuando pasó todo eso del Gran Conflicto con el que los humanos suelen llenar sus aburridas conversaciones sobre historia. Cuando murió este viejo, que era un inglés inmigrante, viviendo en Chile hacía años, me fugué de la casa donde vivía. Tenía de todo ahí, comida, algo de cariño y abrigo. Pero no era suficiente. Independientemente de la crianza que nos den los humanos, los perros nacimos para ser viajeros. Podemos soportar una cantidad razonable de días sin comer, no necesitamos usar ropa, mucho menos esas capitas de colores con las que algunos humanos visten a sus perros, ridiculizando a sus supuestos “amigos”. Cuando el viejo murió, salté la reja de la casona donde vivía, porque sabía que cuando la familia se enterara de la situación, iban a venir y me iban a llevar con ellos, a la casa donde vive ese pendejo de mierda que siempre me quiere montar como a un caballo. Su pelo rubio y sus manos extremadamente blancas siempre estaban sucios. Barro en el pelo y las manos pegajosas. Hubiera preferido que me durmieran.

Vivir en la calle no es tan malo, se pasa bien, puedo sacarles la chucha a los perros que me dicen estupideces y puedo culearme a cuanta perra se me cruce por delante. Mi vida es corta, sí, pero al menos, lo paso bien. Conocí a esa perrita pastor alemán, Jacky, de la vieja de mierda del departamento 71 en Suecia y mi vida sexual ha ido en ascenso. Providencia es un lugar espectacular para un perro ganoso como yo. Una, porque no tengo pinta de quiltro, soy un zorrón, como dicen los humanos, y dos, porque la gente camina apurada y siempre se le cae algo para comer. Conservé el collar con los datos de mi familia, así que si pasa algún perrero, me van a llevar directamente a mi casa, y siempre me puedo volver a escapar.
La cosa es que me estoy tirando a esta perrita bien seguido. Me gusta olfatearla, porque sé que soy el único que se la ha tirado. En eso nos parecemos a los humanos: el ego nos domina. Los humanos son felices cuando creen ser el único hombre en la vida de una mujer. Los perros, al menos, tenemos la certeza de que así es.
Me gusta caminar hasta el centro de NeoSantiago, donde la gente no se detiene a mirar a los perros quiltros, pero a mi me hace cariño porque, claro, soy más alto y parezco un perro bien cuidado. Siempre me ha gustado ser fantoche. Correa de cuero, con mis datos, me baño en una pileta y me seco de inmediato, me revuelco encima de las flores que esa vieja de mierda enojona tiene cerca del cerro San Cristóbal y no me mezclo con los perros quiltros que toman agua del Mapocho.
Toda mi vida, tras el Gran Conflicto, he pasado por lo mismo, y no me quejo, porque nunca me falta hueveo o comida. Me refugio al lado del edificio de la Catedral de Santiago, en la Plaza de Armas, donde los inmigrantes que fueron echados de sus casas por el gobierno, han debido sobrevivir como perros. Nos acostamos juntos y nos damos calor mutuamente. No es tan malo, excepto cuando estos humanos nos pegan las pulgas.
Me han llamado racista, y es cierto, lo soy, pero dime una cosa ¿no te molestaría que un montón de personas estúpidas te hicieran cariño con sus manos desprovistas de pelo y llenas de grasa? ¿Te molestaría tener que soportar que una mujer con frenillos te golpee la espalda cada vez que se quiera reír porque o peleó con el pololo o porque la echaron de la casa? ¿Cierto que molesta? Los humanos son idiotas. Si al menos, nos dejarán ladrarles tranquilos a esas máquinas que siempre están acabando con la vida de los perros, con sus ojos luminosos y bocas de metal, dejaríamos de enojarnos.

Una de las cosas que detesto es comer sopaipillas, porque aunque tengo mucha hambre, me pongo a pensar toda mi vida de perro, desde que me fui de mi casa. Como si alguien fuera a escuchar lo que tengo que decir.

Solucionamos su vida en cómodas cuotas

Le gustaba ver pasar los aerotaxis y el monorriel por la esquina del megaconjunto Los Libertadores, ubicado en Cerro Navia. Había llegado a su casa, y se había dispuesto a ver al exterior. Le gustaba el atardecer. Cuando la luz del sol se extinguió completamente, entró a su hogar. Tomó una tarjeta brillante que había dejado encima de la mesa al llegar a su casa. No le había puesto atención a las letras verdes fosforescentes, porque pensó que se trataría de otras de esos sucuchos donde las mujeres se quitan la ropa por dinero. O alguna oferta de zapatillas o de máscaras traductoras, como siempre. La tiró de nuevo a la mesa, sin leerla.
Se dispuso a tomar té, cansado, aburrido. La pierna le dolía más que de costumbre y, a pesar de todos los años que habían pasado desde que perdió la movilidad, no se acostumbraba al dolor. Se quedó parado frente a la tetera, mirándola cómo se ponía cada vez más negra porque le daba flojera moverla y el fuego seguía quemándole el contorno. Hirvió. Apagó el fuego y tomó la vieja tetera para depositar el contenido en una taza con la oreja quebrada.
Se sentó, como todos los días, frente al televisor, con una tenue luz blanca llegándole desde la calle. Avenida Salvador Gutiérrez es una calle demasiado transitada, a la hora que sea. La luz de la calle caía sobre la montonera de papeles que estaban encima de la mesa y la tarjeta verde, tipo neón, se destacó sobre el contenido de la mesa.
La tarjeta le estaba exasperando. El brillo de las letras verdes le estaba haciendo burla. Tomó el bastón de madera negra con el cóndor plateado en la empuñadura y se paró para tomar la dichosa tarjeta. Se leía en ella “Rodríguez Soluciones. Lo difícil lo hacemos de inmediato. Lo imposible nos demora un poco más”. Le pareció gracioso el slogan, pero se decidió a mandar un mail a la dirección que aparecía en la tarjetita luminiscente.

Señores Rodríguez Soluciones:
Junto con saludarles, quisiera saber qué tipo de soluciones ofrece su empresa. He recibido una tarjeta el día de hoy, mientras tomaba el monorriel de vuelta a mi casa y me ha llamado la atención. ¿Soluciones mecánicas? ¿Soluciones educativas?
Agradeciendo su pronta respuesta, de antemano.
Miguel Arancibia
Enviar. Se sentó y siguió viendo televisión hasta quedarse dormido, como acostumbraba a hacerlo.

La mañana siguiente se despertó y revisó su computador. Nada. La semana se fue y aún nada. No salía muy seguido de su casa, más que para ir a comprar el pan y una que otra cerveza, que abría y bebía en el balcón de su departamento.
Una mañana, mientras tomaba una cerveza, tocaron a su puerta. Un hombre de terno y corbata se encontraba ahí, representante de la empresa de la tarjeta brillante.
– Hola, buenos días. Me llamo Manuel Rodríguez y soy parte de Rodríguez Soluciones. Recibimos su correo y nos encontramos aquí para ayudarle – dijo, con un tono muy diligente.
– Pase. ¿Le gustaría un té?
– Nuestro negocio es simple, señor. Usted me acompaña, vamos a la compañía y arreglamos todo en usted que necesite arreglo.
Ese tono le convenció de una manera irresistible. Tomó su bastón y salió. Cojeaba como siempre, pero esa frase “arreglamos todo en usted que necesite arreglo” le llenaba de esperanza y cierta desconfianza. El dolor seguía, pero siempre podía detenerse, aunque siguiera cojeando.
Tomaron el aeroauto en el que Manuel Rodríguez llegó a Cerro Navia. En cinco minutos estarían en la Torre Rodríguez, donde procederían a aplicar el procedimiento médico. Según le conversaba aquel representante de barba corta y modales un tanto afectados (por no decir amariconados), en Rodríguez Soluciones tenían una máquina de diagnóstico médico, similar a un escáner, en la cual verían todos los problemas que tenía su cuerpo, fueran físicos o psicológicos.
El escáner era un gran tubo de color verde grisáceo, en una sala del mismo tono. Una enfermera de muy buena pinta le pide que la acompañe a la sala de registro, donde le toman los datos.
- ¿Nombre, RUT, fecha de nacimiento y dirección?
- Miguel Eduardo Arancibia Castro, rut 23.005.898-4, nací el 8 de agosto del año 2009 y vivo en Salvador Gutiérrez 1988, megaconjunto habitacional Los Libertadores, departamento 173C, comuna de Cerro Navia – respondió, con la voz temblorosa, por la ansiedad.
- Quítese la ropa y el gorro también – le dijo la enfermera – y pase al escáner.
Se tumbó dentro de la dichosa máquina. Una luz blanca le sumió en un sueño. Cuando despertó, se incorporó sobre una cama blanca. El televisor mostraba unos antiguos dibujos animados de superhéroes. Unos recipientes al lado de su cama contienen comida: arroz, pollo al vapor, una hallulla miniatura y un vaso de Coca Cola adornan una bandeja blancuzca.
– ¡¿Cómo se siente, don Miguel?! – pregunta la enfermera
- ¿Cómo quiere que me sienta? ¡Me siento como si me hubieran sacado 20 años de encima!
- Pues para eso estamos. A las tres vendrá el doctor a revisarle, y de estar todo bien, esta misma tarde podrá irse a su casa.
Se sentía extraño. Le parecía que el dolor de la pierna le había acompañado toda su vida y, en cierto modo, lo extrañaba. Pero se sentía joven de nuevo. Para cuando llegó el doctor, no se fijó mucho en él, respondía con monosílabos mientras pensaba en qué hacer cuando se fuera a su casa. Su sueldo estaba intacto, era cosa de sacarlo del cajero automático y salir a gastar un poco. Quizás en ir al cine, o al parque a pasear. O a una tienda, a comprarse una bicicleta. ¿Cuánto tiempo había pasado en el hospital? Dos días, quizás.
Grande fue su sorpresa cuando vio que había pasado un mes. ¿Estuvo dormido un mes? Le vino una suerte de depresión por aquello, pero no dejó de lado la idea de irse caminando a casa, para estrenar su nueva juventud. Pasó a comer algo a un local de comida rápida y salió del mismo tomando una Coca Cola en lata. Caminó por la Alameda, hasta llegar a Estación Central. Se le ocurrió entrar por la calle al costado de la Universidad Técnica de NeoExtremadura.
– Ya, conchetumare, entrega to’ah lah moneah – le dice un hombre con una navaja
– Ando planchado, amigo, no tengo ni uno – responde Miguel, asustado
– Deja de hacerte el hueón y pasa lah mone’ah, te dicen, o te pego un corte aquí mismo –
Sin esperar el gesto de Miguel, el tipo le tira un golpe y le entierra la navaja. Nunca había sentido tal cosa, ni aún en la guerra. Lo de la pierna fue estando inconsciente, un camarada lo encontró y lo llevó al cuartel. Fue helado, pero no sintió dolor, sólo el frío del acero. Eran casi las diez de la noche. El ladrón escapó y Miguel se sorprendió al poder incorporarse sin gran esfuerzo. Se puso un pañuelo en la herida y tomó un aerotaxi.
Se dirigió a su casa. Al llegar a su piso, el 173 del megaconjunto, se dio cuenta de que no le estaba saliendo sangre de la herida. Grande fue su sorpresa cuando lo que en realidad le estaba saliendo era aceite de motor. El pañuelo estaba negro por el contacto con el aceite y, asustado, llamó a Rodríguez Soluciones. El nerviosismo de no saber qué estaba pasando hizo que el videófono quedara sucio con la grasienta emanación de la herida.
– Señor Rodríguez ¿qué chucha me hicieron? Me asaltaron, me acuchillaron y ahora estoy sangrando, pero no es sangre… ¡Es aceite de motor!
– Cálmese, señor Arancibia… o quizás deba decirle sólo Miguel. Le cuento: usted es un prototipo de soldado sintético que Rodríguez Soluciones probó durante la Guerra de Buenos Aires. Al principio, funcionaron bien, excepto porque un pulso que los argentinos crearon hacía que se volvieran locos y perdiéramos el control. Resolvimos darles recuerdos, para que así, pudieran crear sintéticamente el sentimiento de patriotismo y no se vieran afectados por el pulso platense. Y funcionó. El problema es que no era llegar y desconectarlos, ya que tuvimos que crearles identidades legales y sus cerebros positrónicos fueron evolucionando. Consideramos de alguna manera inmoral el desconectarlos, ya que, al crear el sentimientos patriota, crearon sensaciones, como el dolor que usted recordará.
- ¿Qué mierda me está queriendo decir? ¿Soy un robot? – inquirió, interrumpiendo a Rodríguez.
– Precisamente – respondió el representante de la empresa – Usted es parte de la más avanzada línea de soldados sintéticos, los Pillán-4, una obra de arte de la biotecnología. Pero no se complique, mañana pasaremos a recogerlo y le borraremos el recuerdo de haber tenido ese asalto, la herida y esta conversación. Buenas noches.
No pudo conciliar el sueño. ¿Un robot? Parecía un cuento de Philip K. Dick, ese de la “hormiga eléctrica”. Ahora comprendía el slogan de la empresa: “lo imposible nos demora un poco más”. ¿Y su familia, su padre en Magallanes? Sabía que era real. ¿Y su madre, que en paz descanse, en el cementerio de Valdivia? No podía ser esto posible. Miles de preguntas pasaron por su cabeza. Eran las 4 de la mañana cuando decidió levantarse a revisarse a sí mismo. Tomo un cuchillo cartonero, una caja de destornilladores y se sentó en el suelo del comedor. Se realizó una incisión en la pantorilla izquierda, la que había sido “solucionada” del dolor que le acompañó por años. Y claro, era un pedazo de metal lo que había dentro. Tornillos de cruz, cables azules (que actuarían como venas, se dijo a sí mismo) y almohadillas de teflón, que imaginó como músculos.
Se tendió en el sillón, tomó un vaso de whisky, mientras fumaba. Siguió preguntándose acerca de su propia ingeniería corporal. ¿Tendría también una cinta que determina sus movimientos, su mundo, como aquella “hormiga eléctrica” del cuento de Dick? No, era poco probable. Rodríguez habló de un cerebro positrónico. ¿Qué quiso decir con “sus cerebros evolucionaron”? Pensó en las tres famosas leyes de la robótica. Nunca las tomó en serio ni se preguntó a sí mismo si debía seguir todas las órdenes de los humanos. Era soldado, fue entrenado para recibir y cumplir órdenes, y siempre fue uno de los mejores. Tenía cicatrices de guerra. En Avellaneda recibió un disparo en el hombro. No le dolía ya, pero aún tenía la cicatriz. Rodríguez llegó con una linterna en la mano. Duerme.
Reprogramar un cerebro positrónico evolucionado requería un gran trabajo de ingeniería. Había que quitar recuerdos, más no la conciencia, ya que existía una ley que prohibía, bajo pena de muerte, suprimir una conciencia creada, a menos que esta supusiera un peligro público extremo. No era el caso de Miguel Arancibia, vecino ejemplar, conocido por ser veterano de la Guerra de Buenos Aires. A pesar de haber vivido mucho tiempo con una herida y un dolor en su pierna izquierda, se esforzaba siempre por ayudar a las vecinas que venían cargadas con las bolsas de la feria. Era un buen “hombre”. Era más humano que el mismo humano. Miguel seguía durmiendo y Rodríguez sigue reprogramando. Era una tarea casi imposible, por eso le tomaba tanto tiempo, aún más operando en la casa del afectado.

Miguel se encuentra en su cama, sin tener conciencia de haber pasado lo que pasó la noche anterior, a pesar de que no fue sólo una noche. No recuerda el asalto. Fuegos de artificio lo despiertan. Habían pasado seis meses, pero no lo notó. Era otro día más, con fútbol y celebraciones. Era el Clásico de la federación y todo NeoSantiago se abocaba a ir al estadio Julio Martínez para ver el encuentro. Le gustaba ver pasar los aerotaxis y el monorriel por la esquina del megaconjunto Los Libertadores, ubicado en Cerro Navia. Miró la tarjeta fosforescente que brillaba por el reflejo de la luz del sol. Leyó “Rodríguez Soluciones”. Lo difícil, crear a un soldado sintético con la capacidad de desarrollar emociones y sensaciones, lo hicieron de inmediato. Lo imposible, reprogramar a dicho soldado para que fuera una persona total e íntegra, les demoró un poco más.