La Realidad a su Disposición
Una serie de cuentos de ciencia ficción, de corte principalmente cyberpunk. Es el mundo que he imaginado, donde cada vez ocurren cosas más lejanas a la realidad. La realidad está a tu disposición.
domingo, 27 de julio de 2014
La realidad a su disposición
Despertó en el hospital, con una máscara de respiración en la cara y un fuerte dolor en el pecho.
– ¿Dónde estoy?
– En el hospital. Te atropellaron hace un mes.
– ¡¿Qué?!
– Nunca te dijeron que miraras a ambos lados antes de cruzar, parece
Nicolás parecía zombie. Estaba demacrado, sin duda por estar tanto tiempo sin moverse. Los párpados le pesan, al igual que los brazos. Con un gran esfuerzo logra incorporarse y sentarse en la cama del hospital. Se pone a llorar. No siente las piernas. Presiona el botón de llamada a la enfermera, quien llega en menos de un minuto.
– No se esfuerce – dice, con voz de mamá – el accidente fue gravísimo
Pero él no parece darse cuenta. Ese día, el último que recuerda, había salido de su casa a comprarse el traje de realidad virtual que hace poco había salido al mercado. Y era toda una maravilla, porque no era necesario moverse para que la realidad virtual hiciera lo suyo: bastaba sólo con sentirlo. Se vio a sí mismo corriendo a través de la calle en un semáforo en rojo, sin advertir que un pesado camión de retiro de desechos radioactivos daba la vuelta en la esquina. La imprudencia del niño y el accidente fueron uno. Algo que Nicolás, a sus 16, jamás va a olvidar.
– ¿Dónde quedaron mis cosas? – inquirió el muchacho, con cierta inquietud en su voz, temblorosa
– Después te preocupas de eso – era la voz de su madre, que había ido a buscarlo al hospital
Su madre le mira angustiada. No sabe cómo decirle lo que ha ocurrido. O, más bien, las consecuencias que traerá para el joven muchacho. Inválido. Una carga que no muchos pueden soportar. El índice de suicidios debido a la invalidez había aumentado muchísimo, pero los “afectados” eran, en su gran mayoría, veteranos de la Guerra de Buenos Aires. Le preocupaba su hijo. Desde la muerte de su padre, en la antes mencionada guerra, el niño se había refugiado en los videojuegos. Todo el día estaba conectado. Su piel estaba pálida, debido a que casi nunca salía de su habitación, aunque la lámpara de luz negra había dejado una leve quemadura en su piel, que se mostraba mucho más pálida en la parte de los ojos y las manos, sin duda, por el uso de los guantes y los lentes virtuales.
Se limpió el sudor del rostro, sudor mezclado con lágrimas, respiró y miró a su hijo. “¿Será capaz de soportar esto?” pensó la madre, mientras seguía empujando la silla de ruedas a la parada de aerotaxis.
– Setecientos cincuenta pesos, señora – dice el taxista
En menos de cinco minutos han llegado a Campanario, en la zona de Providencia. El altísimo edificio abre sus mamparas al acercarse la mujer y su hijo.
– Mamá, no voy a volver a caminar, ¿cierto?
Pero la mujer calla. Su hijo demuestra cierta fortaleza. Había superado, en parte, la muerte de su padre, aquel gallardo héroe que, ataviado con su indumentaria militar, sus pesadas botas y su cuchillo al cinturón, evocaba en el niño las fantasías de un héroe patrio, tal como lo fueron Santiago Bueras y José Miguel Carrera. Su padre era el ejemplo de hombre que quería ser cuando grande. Quería.
– Está bien, mamá – dijo – Puedo soportarlo
¿Podría ella?
Pasaba los días acostado en su cama. No se había conectado a sus juegos en más de tres semanas, sin contar el casi mes completo que pasó en el hospital. A ratos, miraba por la ventana, veía a los niños jugar en la terraza del megaconjunto, veía los aerotransportes alejarse en el horizontes y las motos recorrer las calles bajo la nube grisácea que cubría los cinco primeros pisos de altura de la ciudad.
– ¿Por qué habría de preocuparme? – Dijo – si de todos modos, cuando caminaba, nunca salía de mi pieza.
Llamó a su madre y le pidió que le entregara sus compras hechas antes del accidente.
– Los lentes se rompieron cuando el camión te golpeó. Tuve que comprarte otros.
Se los puso y le pidió a su madre que lo dejara solo. Tras ingresar unas cuantas líneas de comandos en la interfaz central del traje y pudo ingresar.
El mundo virtual es una maravilla. No hay limitaciones. Puedes volar, disparar armas que aparecen y desaparecen. Correr miles de kilómetros en un segundo.
Las horas no pasaban por su mente. Se sentía feliz de poder olvidarse de sus limitaciones. En el mundo virtual no tendría que lidiar con una silla de ruedas, ni con un par de piernas que en vez de serle útiles se habían vuelto un problema. No sentía hambre, aunque, cada noche, se tomaba un litro de Coca Cola de un solo sorbo. El azúcar mantiene al cerebro encendido y alerta, junto con la cafeína. Necesitaba tener sus sentidos alerta mientras se enfrentaba como gladiador en un circo romano virtual o cuando era comandante de la legendaria nave General Carrera, la primera de las arcas espaciales que surcó el cielo de Chile.
Su madre estaba preocupada. Le hablaba, pero su hijo no contestaba, absorto dentro de ese mundo irreal pero a la vez real en el que se encontraba. Trató de desconectarle, pero sólo recibió una “descarga de seguridad” programada por el traje. Se suponía que desconectar al usuario de golpe podría freír su cerebro.
Cada tres meses debía ir a control médico para ver la evolución de la columna. La ingeniería genética permitía ciertos avances curativos que la ciencia de inicios del siglo XXI no permitía, aunque los huesos, y especialmente los nervios asociados, seguían siendo un desafío.
La madre le comenta al médico el hábito de su hijo de pasar 18 horas diarias dentro del traje, del cual sólo salía para dormir y tomar bebida. ¿Qué importa? Pensaba el muchacho. Dentro del mundo virtual era libre. Si quería, podía correr, si quería podía volar, matar gente –sin matarla, realmente– o hacer lo que su imaginación le permitiese hacer. No había días, ni semanas, ni horas. Todo era el momento.
Pasaron tres años de lo mismo. El muchacho no se había dado cuenta. Su madre, desesperada, compró un segundo traje de realidad. Entró al mundo que mantenía fascinado a su hijo, sólo para darse cuenta de que la mente de aquel muchacho de pómulos pecosos y pelo castaño había muerto, transformado en un tirano dentro de aquel mundo de información. Asustada, salió y leyó las instrucciones del traje, buscando un interruptor de emergencia. El slogan bajó la marca del producto rezaba “La Realidad a su Disposición”. Comprendió el sentido del tiempo y de la realidad. ¿Soñaba ella o era su hijo quien soñaba? Sin pensarlo dos veces, colocó un arma de protones en la sien de su hijo y disparó.
jueves, 17 de julio de 2014
Sueño de una noche de verano
–
Deberías dejar de comer esos pastelitos de canela – dice su señora – te vas a
enfermar del estómago de nuevo
–
No pasa nada, mi amor, tranquila
–
Cuando andes enfermo de la guata, no quiero que me vengas a llorar – responde
ella, con cierto enojo y con tono burlón
Ambos
se van a la cama, llevando Esteban una bandeja de pastelitos de canela que
compró camino a su casa, luego de haber ido a la casa de su madre. Prenden la
tele y se disponen a ver el Martes de Merino, el programa favorito de todos en
el país. Hoy, Merino –nadie sabe su nombre, sólo su apellido– hablará sobre el
tema del ozono y de la nueva moda de los guantes fluorescentes. Nada fuera de
lo usual.
Sofía
era una mujer de rasgos delicados, “una doncella”, al decir de Esteban. Dueña
de una sonrisa amplia, pómulos marcados de un sensual color rosado y unos ojos
verdes profundos. Su marido rara vez podía ser dueño de sí mismo cuando estaba
cerca de ella. Amén de su belleza, poseía un carisma y un encanto natural que
tenía embobado completamente a su esposo. Pero el comer es comer, pensaba
Esteban, y le gustaba darse ese lujo. Si engordaba, ya bajaría esos kilos
corriendo el fin de semana por la tarde, luego de cachurear por el persa en la
mañana.
La
risa estridente de Merino invade la habitación mientras Esteban comienza a
dormirse. Sofía apaga la televisión y programa el despertador a las 8 de la
mañana.
–
Buenas noches, mi amor
–
Dulces sueños
A
Esteban le llega la luz de la calle justo sobre los ojos. No puedo dormir con
luz, pensó, mientras se levantaba a cerrar la cortina. Era un resplandor rojizo
el que entraba, lo cual le pareció extraño. Abrió la pesada cortina de un golpe
y se dio cuenta de que el megaconjunto Libertad, vecino del suyo, estaba en
llamas. Faltaban partes de la construcción del edificio y se escuchaban sonidos
de sirenas a los lejos. Escudriñó el horizonte con esfuerzo, ya que no se había
puesto sus lentes, y se dio cuenta de que Los Placeres y Villa Paraíso también
estaban en llamas. Unas siluetas negras se veían en el cielo purpúreo,
iluminadas en parte por los reflectores de la Policía Federal.
–
Sofía, mi amor, despierta – dijo, volviéndose a su esposa, pero no había nadie
Se
dispuso a buscarla por el resto de la casa, pero nadie contestaba. Su esposa se
había ido. Buscó en la última repisa de la cocina el arma de protones que le
dieron en el servicio militar y se acercó nuevamente a la ventana, pensando en
quizás qué los estaba atacando. Sin pensar en su propia seguridad, salió de su
departamento y comenzó a tocar las puertas de los vecinos. Nadie salía, era
como si se hubiera quedado solo entre tanta explosión. Los gritos desesperados
de la gente en la calle lo hacían sentirse perdido y desconcertado.
–
¿Será una ataque de los argentinos? – dijo en voz alta, como buscando una
respuesta en la oscuridad de la noche
–
Quizás – le respondió una voz familiar – aunque los argentinos no tienen esa
capacidad de ataque
–
¿Si no son ellos, entonces, quiénes son?
–
Se hacen llamar röds. Vivían en el
hemisferio sur de Marte, antes de que los humanos nos apoderáramos de su
planeta. La colonia de Nuevo Chile está en el hemisferio sur marciano. La
tecnología de la colonia es mucho más avanzada que la nuestra, por eso nos atacan
acá.
Reconoció
la voz. Era Merino, el mismo hombre de barba pelirroja y patillas espesas que
aparecía en la televisión.
–
Röds – repitió Esteban – Nos invade una raza extraterrestre
–
Nuestra gente los exterminó en Marte – titubeó la voz, por un momento – o eso
creíamos
Bajó
las largas y angostas escaleras que se ubicaban en la parte central del
megaconjunto El Dorado, donde él vivía junto a su mujer. Sofía, ¿qué será de
ella? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba el resto de los vecinos del megaconjunto?
Pensaba Esteban, sin dejar de apuntar el arma de protones que llevaba en la
mano izquierda. Era zurdo, y tenía la extraña costumbre de disparar el gatillo
con el dedo medio.
Salió
del megaconjunto por la entrada principal, que daba a Avenida Costanera, en
Cerro Navia. Pedazos de los edificios aledaños estaban ardiendo, en el suelo,
mientras la gente miraba sin dar crédito a lo que veían.
–
¡Nos invaden! ¡Vamos a morir! ¡Exterminados como perros! – gritaba un grupo de
tres personas al que Esteban se había acercado, que no reparó en su presencia.
–
Se llaman röds – dijo – nos atacan porque nosotros instalamos la colonia de
Nuevo Chile en sus territorios marcianos
Nadie
le hizo caso. ¿Se había convertido en un fantasma? A lo lejos, ve a Sofía
corriendo, con su hermoso pelo rubio oscuro despeinado.
–
¡Amor! ¡Amor! – gritaba, pero Sofía no escuchaba – Sofía, estoy aquí
Sofía
seguía corriendo y él no podía darle alcance. Dobló por la esquina de Diagonal
Reny y la perdió de vista. Las siluetas que vio antes en el cielo –que no eran
otra cosa más que naves röds– se mantuvieron estáticas, mientras unos sonidos
extraños se escuchaban saliendo de ellas. El mismo mensaje se repetió varias
veces: Få ut din kolonier från vårt land
eller land kommer att drabbas.
Eran
las tres y media de la mañana. Miraba atónito el cielo nocturno. “Es una
invasión” pensaba. La voz de la oscuridad volvió.
–
Nosotros dimos el primer golpe – dijo, con cierto humor en su entonación – y
nosotros daremos el último, ciertamente
Volvió
caminando al megaconjunto El Dorado, por la entrada posterior. Subió la larga
escalera que tocaba cada uno de los pisos. Se puso el arma de protones en el
elástico de su ropa interior, para poder sujetarse de ambas barandas al subir.
Le vino una sensación de ansiedad. “¿Por qué Sofía no me pescó?” pensó. Quizás,
estaría enojada, o siendo presa de un ataque de pánico. Totalmente
comprensible. Esto último le calmó. Al llegar al piso 23, sintió vértigo. La escalera
le parecía eterna e irreal. Se movía. Se acercaba. Esteban permanecía inmóvil.
La escalera se convertía en diez escaleras paralelas y en la mitad de la
escalera original. Descendió un escalón. La figura de Merino apareció frente a
él.
–
Te dije que no comieras esos pasteles de canela. Te caen mal a la guata – dijo
Merino, con su característica voz con tono gracioso.
–
¿Merino? – inquirió Esteban, tratando de dar alcance a la figura
Siguió
subiendo la escalera a paso acelerado. Llegó a su departamento del piso 76.
Entró a su casa, que tenía la luz del baño encendida y se vio a sí mismo,
orinando, con una mano sujetando sus genitales y con la otra, sujetándose a sí
mismo contra la pared, como si estuviera borracho. Volteó la cabeza para ver a
través de la cortina. El fuego seguía iluminando todo. Pensó en sí mismo en el
baño. ¿Sería este su doppelgänger? No puede ser eso posible
–pensó– el doppel queda siempre en la fábrica. Sólo se lo llevaba a casa cuando
tenía vacaciones o cuando necesitaba reparaciones, pero la revisión técnica fue
hace menos de un mes y estaba perfecto. Se devolvió al baño y no había nada. La
casa entera volvía a estar vacía.
Un
calor le inundó, sudaba. ¿Hacía calor porque era verano o por el fuego que
inundaba las calles? Sintió ruidos provenientes del comedor. Con el arma en la
mano y el dedo medio en el gatillo, se adentra en la espesura de la noche que
habitaba su comedor. Un gato blanco salta desde la mesa. O algo que parecía un
gato, ya que estos animales estaban extintos. Tenía un collar con un micro
parlante en él. Del collar salió una voz:
Se forma una figura entre la estática. Una persona. Una mujer. Sofía. La imagen de Sofía aparece en el aparato que cuelga desde la pared contraria a la que está apegada su cama. Con una voz dulce, pero firme, le dice desde la pantalla “te advertí sobre los pastelitos de canela. Pero a usted le gusta ser porfiado”.
Vuelve a mirar por la ventana. Son las seis de la mañana. Con gran sorpresa, se da cuenta de que todo está como debiese estar, unos chicos pandilleros están haciendo fuego dentro de un tarro de latón, mientras quiebran botellas vacías de cerveza en la cuneta. Se toma el pelo, desesperado, y lanza un grito. Sofía, su mujer, lo abraza fuertemente, para calmarlo.
– Te advertí sobre los pastelitos de canela, pero a usted le gusta ser porfiado – le dice, con voz maternal – Ya, levántese, que hoy nos vamos de vacaciones a Marte. El doppel lo pasarán a dejar hoy donde tu mami
– No quiero ir a Marte. Los röds – responde Esteban, con voz temblorosa
– Ya, no empiece con sus tonteras, hemos estado hablando todo el año sobre ir a Marte y ahora me sale con esto – responde su mujer, con tono autoritario – tus maletas están listas, el aerotaxi va a llegar en media hora, báñate mientras te preparo té.
Esteban se levanta, mira por la ventana y mira su cama. Se baña y se viste, mientras su mujer le mira con ojos de enamorada.
– Última vez que compro pasteles de canela – dice, mientras el vapor del té le empaña los lentes.
Få ut din kolonier från vårt land eller land kommer att drabbas.
Tres veces se repitió el mensaje antes de que el gato cayera muerto a los pies de Esteban. Se echó para atrás, con asombro, mientras una gruesa gota de sudor frío recorría su espalda. Volvió a escuchar la voz de su mujer, advirtiéndole sobre el dolor que le provocarían los pasteles de canela. Se escucha ruido desde su habitación. Nada hay ahí, más que la luz blanquecina que emana desde el televisor, contrastando con el resplandor rojizo que entra por la ventana. Sólo estática en la televisión.
Vuelve a mirar por la ventana. Son las seis de la mañana. Con gran sorpresa, se da cuenta de que todo está como debiese estar, unos chicos pandilleros están haciendo fuego dentro de un tarro de latón, mientras quiebran botellas vacías de cerveza en la cuneta. Se toma el pelo, desesperado, y lanza un grito. Sofía, su mujer, lo abraza fuertemente, para calmarlo.
– Te advertí sobre los pastelitos de canela, pero a usted le gusta ser porfiado – le dice, con voz maternal – Ya, levántese, que hoy nos vamos de vacaciones a Marte. El doppel lo pasarán a dejar hoy donde tu mami
– No quiero ir a Marte. Los röds – responde Esteban, con voz temblorosa
– Ya, no empiece con sus tonteras, hemos estado hablando todo el año sobre ir a Marte y ahora me sale con esto – responde su mujer, con tono autoritario – tus maletas están listas, el aerotaxi va a llegar en media hora, báñate mientras te preparo té.
Esteban se levanta, mira por la ventana y mira su cama. Se baña y se viste, mientras su mujer le mira con ojos de enamorada.
– Última vez que compro pasteles de canela – dice, mientras el vapor del té le empaña los lentes.
Partida de Ajedrez en Europa
– El gambito es una
jugada clásica, pero es raro que tú la sepái. Digo, es como tercera o cuarta
vez que jugái ajedrez en toda tu vida – dijo Mauricio.
A él le había costado años aprender a jugar bien. Su padre
le enseñó, cuando era chico, a jugar ajedrez para ayudarle a desarrollar su
capacidad de análisis, además de que su padre estaba obsesionado con el juego.
Knull se mostraba casi como un experto.
– Alfil a Caballo de Rey – dijo Knull, haciéndole un gesto
para despabilarlo.
Estaba absorto en sus pensamientos. No sentía frío, lo cual
era raro, pues todos sus amigos que habían viajado a Europa decían que era muy
helada.
– El primer requisito de un juego es el de entretener.
Pareciera que no te importa jugar.
– Lo siento, me quedé pensando. Las estrellas se ven
hermosas. Es lindo tener un cielo tan brillante – dijo Mauricio, con ojos
melancólicos, apuntando al cielo nocturno.
Knull lo miraba con cierto asombro. Nunca se detenía a
observar el cielo. Su vida transcurría dentro de cuatro paredes donde se
dedicaba a escribir folletos turísticos, y recibir a alguien en el patio de su
casa era raro. Había conversado con Mauricio, a través de e-mails, por pura
casualidad. Lo invitó a su casa, con todos los gastos pagados, gracias al plan
de vacaciones semestrales que la StarTour le ofrecía. No era casado, no tenía
familia. Vivía alejado de casi todo y, aunque eso le agradaba, no le pareció
mala idea invitar a Mauricio a conocer Europa.
– Deberíamos entrar, ya está empezando a bajar la temperatura
– dijo Knull, indicando la puerta de su casa.
Una vez dentro, Mauricio se quedó mirando el patio, con el
cielo estrellado de fondo. Alfil toma caballo de reina, jaque. No le importaba
perder. Habían jugado ajedrez con Knull por internet dos veces y lo había
vencido. No reparó en la taza de té de jazmín que Knull puso delante de él.
Quería seguir mirando afuera.
Cometas, errantes del cielo. Los planetas se veían clarísimos
desde su perspectiva. Desde que era niño no había visto un cielo nocturno tan
estrellado. No podía distinguir bien las constelaciones que conocía y que
alimentaron sus fantasías infantiles en su lejano Coquimbo. Los observatorios
de su natal Chile tenían vista privilegiada, pero estar en la luna más grande y
poblada de Júpiter era una cosa muy distinta.
– Ustedes los humanos son graciosos – decía en un tono
burlesco Knull – viajan miles de kilómetros para conocer un mundo distinto y se
quedan mirando al cielo.
– Es distinto tu cielo al mío, compadre. Este cielo tiene
muchas más estrellas de las que nunca vi. En la Tierra, el cielo está
contaminado por las emanaciones radiocativas. Deberíai darte con una piedra en
el pecho por tener esta vista maravillosa – replicó Mauricio, con cierta
melancolía en su voz.
Knull se fue a su cama, dejando el tablero de ajedrez
holográfico en suspensión. Le causaba gracia lo que Mauricio le dijo. La
monotonía deseable que era su vida no despertaba la curiosidad de su mente. La
curiosidad era cosa de humanos, no de himmlischs.
Los himmlischs eran una antigua raza que había habitado el
sistema solar mucho antes que la vida apareciera en la Tierra. Tenían forma
humanoide, pero con una leve coloración celeste en su piel, ojos rojos y pelo
azul marino. Se habían dedicado a la exploración espacial en el tiempo en que
los dinosaurios habitaban nuestro planeta, y al no encontrar vida inteligente,
decidieron abandonar la búsqueda de otros mundos. Se asentaron en Plutón y
Júpiter, ocupando las lunas y estableciendo colonias mineras. Europa era rica
en flexianio, rubidio y acero. Los himmlischs usaban estos materiales en la
creación de sondas de excavación para investigaciones científicas,
especialmente el rubidio, el que, una vez refinado, era imposible de volver a
derretir. Ganímides, la luna vecina de Europa, albergaba colonias de granjas hidropónicas
de lechugas. Los himmlischs consideraban un verdadero manjar este último
alimento. Era hora de levantarse. Para el desayuno, Knull había preparado
ensalada de lechugas con tomate.
– Nunca pude comer una lechuga – dijo Mauricio – en mi país,
se extinguieron después de una guerra civil nuclear.
– Son realmente exquisitas – respondió Knull
Su mente divagaba. Las ventanas mostraban un cielo oscuro,
con una infinidad de estrellas. No podía poner atención a lo que Knull le
hablaba. Despreciaba, en cierta manera, a ese alienígena celeste, porque no lo
comprendía. Le recordaba al señor Spock, pero sin las orejas puntiagudas.
– Hoy iremos a Rigel 9, queda en la órbita de Plutón. Vas a
conocer la manera en que los himmlischs nos entretenemos. Podemos continuar la
partida de ajedrez en la tarde
Tomaron la aeronave de Knull y pusieron rumbo a Plutón. No
mostró mucho interés en trepar baobabs o en la carrera de sopers, unos animales
parecidos a los caballos. En el viaje de vuelta no dijo una sola palabra.
– Extrañas tu hogar, ¿no?
– Extraño el cielo que solía tener mi hogar. Chile solía ser
un país bonito. Siempre creí que el conflicto nuclear afectaría sólo a la
capital, pero resulta que Coquimbo fue la ciudad más afectada.
Mauricio llegó a dormir. No comió nada, sólo pasó directo a
la habitación que Knull le preparó a su llegada. Sentía que su amigo estaba
deprimido por lo que su país vivía. Pasaron las dos semanas que Mauricio se
había propuesto pasar con su amigo de las estrellas. El día antes de volver a
la Tierra, propusieron seguir jugando la partida que dejaron pendiente. Partió
Mauricio moviendo a su Reina, alejando el peligro del jaque. Knull podía
predecir el movimiento y atacó con peones. Mauricio se veía contento, agitado.
Pensó en que se jugaba el destino de su planeta frente a un horda de invasores
alienígenas. Eso le alentaba a ganar. Había logrado salvarse del peligro de
perder frente a un himmlisch haciendo movimientos erráticos, sin ninguna
estrategia.
– Ajedrez significa “juego de los ejércitos” – dijo Knull –
Deberías aplicar estrategia
– Es lo que hago. No sé si te diste cuenta, pero un
movimiento mío va a terminar en jaque, y en este caso, mate
Tenía razón. Knull estaba más preocupado de los movimientos
de Mauricio que de los suyos propios. Mauricio hizo el último movimiento y ganó
la partida. Lanzó una risotada estruendosa y se dijo a sí mismo “el mundo
vuelve a estar a salvo otra vez”. Knull le invitó un último té, un ceylán
simple.
– Ciertamente, me he confiado
– Los chilenos somos pillos – dijo Mauricio, sin sacarse la
sonrisa de la cara
– Sin duda alguna
Miró a Mauricio y estrecharon sus manos. Era hora de irse. El
StarTour con destino a la Tierra despegaría desde Ganímedes en una hora, así
que debía preparar sus maletas. Tomaron la aeronave de Knull y en menos de dos
minutos estaban en la puerta del astropuerto.
– Buena suerte, mi querido amigo – le dijo el azulado
humanoide
– Lo mismo digo, hermano
– Espero que podamos volver a juntarnos, en un futuro cercano
– dijo, abrazándole, Knull
–
Tenlo por seguro, compadre – contestó Mauricio – La próxima partida la haremos
en Coquimbo.
Protéjase de los rayos del Sol
Extraño
a los gatos. Se declararon extintos en el verano de 2019, cuando una nube
radioactiva cubrió la mitad del mundo. Medio Oriente estaba en guerra, usando
todo su poderío nuclear. Supongo que esa es la razón por la cual sus países
siguen separados mientras en el mundo se ha formado alianzas y confederaciones.
No
es de lo que quiero hablarte. De hecho, quiero contarte una pequeña historia que
me sucedió un día mientras estaba sentado en la puerta de mi casa, en Avenida
El Olimpo, en lo que antes se llamaba Maipú. Era el verano de 2039, enero.
Hacía un calor de mierda y yo estaba con una polera delgada mientras conversaba
con un vecino. El clima del momento era algo tópico, por lo que obviamos hablar
sobre eso. El tema eran esas nuevas maquinitas que habían salido al mercado,
con un réclame pegajoso: “Proteja, proteja su corazón, proteja, protéjase de
los rayos del sol, proteja, proteja su corazón, Rodríguez, Rodríguez tiene la
solución”. El producto era la Coraza Pluma, una especie de escudo protector
contra los rayos ultravioletas, que la Rodríguez Soluciones había lanzado al
mercado. El ozono había desaparecido completamente de la atmósfera, dejando a
personas y animales expuestos a la radiación solar. No podíamos salir mucho a
la calle, a pesar de que existían varios escudos antiUVA en toda la ciudad.
Estar con polera en la calle era un lujo que pocos se daban, casi siempre los
más estúpidos. Yo era uno de esos.
Por
la calle iba un funeral de alguien que había muerto en la manzana de atrás. Era
una doliente ceremonia. Con mi vecino quedamos mirando el sepelio y yo dije
“cuando pase una micro, vamos a ver si el finado era querido o no”, a lo que mi
vecino respondió con una risa cómplice. Hicimos la reverencia acostumbrada y
proseguimos nuestra conversación.
–
Esas hueás de la Rodríguez Soluciones no me dan confianza – dijo – ¿Supo usted
de que en Cerro Navia hubo un par de androides, esos que llevaron a la guerra,
que estuvieron funcionando mal? Creo que uno hasta se puso a matar gente
–
Esas cosas pasan, sean o no de la Rodríguez. Industrias Marchant sacó un modelo
de ayudante doméstico que se incendiaba solo y fallaba a cada rato. Yo compré
uno y me salió malísimo. Lo de la Rodríguez fue un chamullo, no más.
Tres
y media de la tarde, 39.6 grados, según el termómetro del comedor. Entro a
buscar una botella de agua y trato de cambiar el tema. Fútbol y religión son
temas que no se deben tocar. El primero, porque siempre termina en pelea y el
segundo, porque siempre termina en compasión mutua. “No creo que el Magallanes
vuelva a ganar el campeonato de Primera División. Nadie lo puede ganar 10 veces
seguidas” dice, como si fuese un analista. “Por algo es la Academia”, respondo,
poniendo fin a un tema incómodo.
Comienzo
a notar que mi vecino, expuesto a la luz del sol, comienza a tostarse más de lo
normal. Digo, uno se quema normalmente a la luz del sol, pero ponerse negro se
demora unos cuántos días. Lo normal es ponerse rojo, pero negro es raro. Fue lo
que le pasó a mi vecino. Dejé de pescar lo que estaba diciendo y empecé a notar
que de “blanco” pasó a “amarillo”, de eso pasó a café claro, luego café oscuro
y finalmente, a negro. ¡Mierda! Le están saliendo ampollas en los brazos. ¿Cómo
no se da cuenta? O sea, está bien estar concentrado hablando sobre un tema,
pero ¿no siente el dolor?
Trato
de hacerle señas para interrumpirlo en lo que sea que esté hablando, pero no me
pesca. ¿Se quedó sordo, igual? Como sea, parece que se está quemando vivo y no
se ve preocupado. Lo dejo hablando solo y me entro. No nota nada. ¿Estará
ciego? Esto se está volviendo demasiado extraño. Entró a su casa y cerró la
puerta con llave. En la tele dicen que no es recomendable salir de la casa,
porque el efecto de la desaparición del ozono está causando muchos estragos.
Han dado, en menos de cinco minutos, cuatro veces el réclame de Rodríguez
Soluciones. “Proteja, proteja su corazón, proteja, protéjase de los rayos del
sol, proteja, proteja su corazón, Rodríguez, Rodríguez tiene la solución”.
El
día se pone rojo a eso de la una, lo que indica que hay que refugiarse. La
mayor parte de la gente puso madera en sus ventanas y creo que están
aprovechando de dormir de día. La noche es fresca y oscura, ya que la luna no
está reflejando la luz del sol (por suerte). La vida se está desarrollando más
en la noche. Compré la famosa Coraza Pluma (imagino que se llama así por lo
liviana que es) de la Rodríguez y he podido salir en el día. Es como una
especie de escudo bastante práctico, pero es un horno móvil, termino casi
derretido adentro. Pero bueno, es mejor eso a terminar como mi vecino.
Viaje sin escalas desde Talcahuano al Centro de la Vía Láctea
Se despertaba cada mañana para ir a la pega,
a un trabajo de mierda que no le gustaba. Llegaba cada noche, cansado, a
acostarse con la misma mujer que cada día le recordaba que era un fracasado.
Miraba el techo color ocre antes de quedarse dormido, mientras Paulina, su
mujer, se quedaba leyendo novelas que él consideraba absurdas. Hablaban de
amores sufridos y de enfermedades, que quedaban a un lado, superadas por amor y
de países y costas lejanas. Nada de eso es lo que él había conocido, pues nació
en San Clemente, un pueblo recóndito de Talca, cercano al río Maule, donde
había que levantarse con las gallinas para trabajar en los campos, antes de que
el gobierno de la Federación los requisara y les diera trabajo en el centro de
MegaConcepción: Talcahuano.
Llegó a Talcahuano siendo aún un crío. El
mundo es un lugar enorme y la megaciudad lo es aún más para un cabro de 17
años, con más fuerza y ganas de trabajar que experiencia. El primer día lo
asaltaron. No podía encontrar la dirección del megaconjunto donde vivía su tía
Adelina, hermana de su papá, hasta que una chica, de pelo corto, ojos grandes,
pómulos sensuales y pálidos y una sonrisa adornada por frenillos le ayudó a
encontrar la dirección. Él se llama Isaías, ella se llama Paulina.
Al poco tiempo de haberse conocido, habían
comenzado a pololear. A ella le atrajeron sus manos ásperas, curtidas en el
trabajo del campo, su espalda ancha y su cara tostada por el sol, además de su
actitud, seguro siempre de sí mismo. Se conocieron en marzo, pololearon en
abril. Se casaron dos años después, en agosto. Y se acabó el cuento de hadas.
Él consiguió trabajo en la usina de Huachipato como obrero, con un sueldo que
cualquier profesor envidiaría, pero que para su mujer no era suficiente.
Miraba al cielo por las noches, antes de ir a
dormir, por el balcón privilegiado que el piso 145 del megaconjunto Los
Placeres le daba. Y se detenía fijamente en la silueta que la luz de la luna
iluminaba. Era Ouroboros, la estación espacial internacional, y por su mente
pasaban miles de imágenes: se veía a sí mismo como un turista queriendo visitar
Marte, o como jardinero de las granjas hidropónicas de la Luna. Incluso, se
veía bebiendo whisky con los astronautas de la Alianza Europea o los del
Imperio Asiático en el salón principal de la estación. Pero cada uno de estos
sueños era opacado por la estridente voz de Paulina.
- Deja de soñar con ir al espacio, enfermito.
Piensa un poco y date cuenta que erís
un roto, los rotos no van al espacio. Los rotos nacen y mueren en las ciudades
llenas de contaminación. Vos no llegaríai ni a la esquina en una
aeronave – solía decirle
- Y vos
deja de leer esas hueás de
cuentos culiaos, que nunca va a venir
un “príncipe azul” a rescatarte – respondía, con cierta indiferencia
- Yo no me imagino hueás, leo para escapar de la mierda de vida en la que vos me tenís viviendo – era la clásica respuesta de ella, que cerraba la
conversación.
Después, había silencio. Sueños. Uno tras
otro, granjas en la Luna, turismo en Marte, misiones de exploración en Urano.
La luz del sol le llegaba en los ojos, y lo despertaba la voz chillona de Paulina,
diciéndole que debía ir a la pega.
Ese día, salió temprano de trabajar. Era el
19 de enero y se celebraría la Fiesta Nacional de Liberación y todo el mundo
festejaba. Fue a un bar, con algunos de sus compañeros de trabajo. Entre
cerveza y cerveza, les contó a sus amigos su sueño de ir al espacio. Entre
risas y burlas, porque consideraban esos anhelos de astronautas como delirios
de cabro chico afiebrado, uno de sus colegas le dio una tarjeta.
– Cumpa,
la Federación está buscando voluntarios para enviar su propia tripulación a la
estación espacial internacional, para adiestrarlos y que puedan trabajar en la
Luna –
Tomó la tarjeta como un tesoro, y salió del
bar a buscar la dirección. Tras caminar por varias cuadras, se topó con la
Oficina Federal de Reclutamiento, que estaba cerrada por los festejos. Se
detuvo a mirarla y vio en una venta el círculo dorado que simula una serpiente
mordiéndose la cola, el emblema de la Ouroboros. Sonrío levemente, pensando en
faltar a la pega el siguiente día hábil para presentarse en dicha oficina. Su
sueño de ir al espacio estaba cerca, pero ni tonto le contaría a su mujer, ya
que, pensaba él, se burlaría de aquello. Siempre se burlaba de casi todo lo que
él hacía. Ella era una mujer difícil. Había pensado en darle un charchazo, pero
no quería agrandar los problemas que ya tenían juntos. Además, seguía
enamorado.
No quería dormir, la ansiedad por presentarse
en la OFR le impedía conciliar el sueño. Paulina se había dormido con el libro
que siempre leía entre sus manos. Se veía hermosa cuando dormía, podía ver en
ella a aquella muchacha de sonrisa amplia y pómulos pecosos que le indicó la
dirección del megaconjunto. Un olor a algodón de azúcar y a tierra húmeda le
envolvió, como la primera que la vio. Una sonrisa cambió su vida. Tomó el libro
de las manos de su mujer y lo cerró, marcando la página en que ella había
quedado, dejándolo en el velador. Ella no se dio cuenta. Él se quedó de pie,
junto a la ventana, mirando al cielo, imaginando lo que siempre imaginaba.
Llegó el alba y la mañana. Día de trabajo… o de ir a la OFR, a presentarse
voluntario.
Veinticuatro de enero de 2040, 09.00 AM. No
desayunó, en parte por miedo a los retorcijones que siempre le daban en los
momentos menos oportunos y en parte, por la ansiedad de llegar y ser el
primero. O el segundo. O el tercero. Había cerca de 25 personas, hombres de
todas las edades, incluso dos niños menores de 20 años (la edad legal para ser
ciudadano, de acuerdo a la Carta Suprema de la Federación). Se arrancó unas
hilachas del chaleco que llevaba, se peinó el flequillo con la mano y entró a
la oficina. Nada del otro mundo: preguntas sobre sus datos personales, sobre la
motivación para ir a la Ouroboros y un test psicológico, que pasó sin mayores
problemas. Calificado. Debería presentarse la semana siguiente en el Centro
Federal de Servicio Aeronáutico, con sede en Chillán, para las pruebas
correspondientes al físico y a la resistencia.
La semana se hizo corta. Le contó a su mujer,
mientras tomaban la once, acerca de su ida a la OFR y de que tenía que
presentarse para las pruebas. Le habló de los beneficios que gozarían si
llegara a quedar seleccionado para ir al espacio. Los ojos le brillaban.
– Tan ingenuo que erís, a veces – le dijo ella, con ojos tiernos pero un tono burlón.
Él
siguió tomando té, en silencio.
Las pruebas eran realmente duras,
especialmente aquellas relacionadas con la resistencia a la gravedad. No es
lindo estar dentro de una centrífuga, se te revuelve el estómago, pero Isaías
se la podía. No era como los otros, esos futres que se habían presentado, niños
que no saben lo que es penca, lo que es pasar pellejerías por un sueño.
Anuncian los resultados de las pruebas. Un
sargento con voz aguda comenzó a llamar por los apellidos.
– Aravena, Miguel. Chávez, Patricio.
Friedemann, John. Fuenzalida, Isaías. Ramírez, Ricardo. Rojas, Alejandro. El
resto, puede retirarse. Su país les agradece la disposición a participar en tan
grande hazaña. – dijo, para luego retirarse con los elegidos.
Ellos serían la élite de AustroAmérica, una
nueva avanzada de países que ganaban terreno frente a la vieja Alianza Europea
y a la Confederación AngloAmericana. Se unirían a astronautas de Altiplania,
Amazonia y Aztequía.
El entrenamiento para la supervivencia en
Ouroboros incluye resistencia a la gravedad y a la falta de ella, a pesar de
que la estación espacial tiene su propia gravedad artificial. El último
entrenamiento es una minucia. Él estaba ansioso por ponerse el traje, por
caminar al hangar del cohete que lo llevaría fuera del planeta. El día del
despegue, toda su familia, la que aún le quedaba, fue a despedirlo. Su madre,
desde su silla de ruedas, le pidió que volviera completo. Paulina, su mujer, se
tragó el orgullo de la mujer herida cuando se sabe equivocada, pues su marido
al fin estaba cumpliendo su sueño. Se besaron como la primera vez, un beso con
un aroma a tierra húmeda y algodón de azúcar.
– Me llamo Isaías – susurró en el oído de
ella.
– Me llamo Paulina – contestó ella.
Una lágrima recorrió su rostro pálido y
pecoso. Se sentía culpable por las veces en que él la necesito y ella no quiso
apoyarle. A él no le importa eso, se sentía feliz de que ella fuera a
despedirle y a desearle un buen viaje.
Los viajeros miran al imponente cohete, hecho
con aleaciones de flexianio (un mineral encontrado bajo los hielos de la
Antártica) y acero, del mejor que produce la Federación Unida de
NeoExtremadura. Se lee, en el costado del transbordador, con imponentes letras
rojas “General Carrera”. Una vez instalados y preparados, comienza el conteo
regresivo. Son 10 segundos, que parecen ser horas. Nueve, ocho. La sangre les
hierve, el pecho les arde y la ansiedad se hace irresistible. Siete, seis,
cinco. Las esposas y familias, hijos, hermanos, todos congregados, dispuestos a
una distancia segura, agitan pañuelos blancos para despedir a los valientes.
Cuatro, tres, dos. Cierran los ojos. Uno. El orgulloso cohete de la Federación
se eleva, majestuoso, a través de las nubes esponjosas. Los astronautas se
mantienen en su sitio, y van en silencio, tratando de soportar la fuerza que
los impulsa fuera del planeta. El calor es casi insoportable, hasta que, tras
romper las capas de la atmósfera que los separan de las estrellas, lo han logrado:
el espacio está tras la ventana de plexiglás reforzado. El cohete seguirá las
coordenadas dispuestas en el sistema de navegación para alcanzar la órbita de
la Ouroboros. La inteligencia artificial de la nave, llamada Homero, traza un
curso de vuelo en el que el General Carrera debiese dar con la estación
espacial en seis horas de vuelo. Los astronautas se disponen a abandonar sus
puestos y a tratar de aclimatarse, y por sobre todo, de mirar por la ventana de
la nave. Y se ve la Tierra, hermosa y frágil.
Isaías se mantiene fijo mirando el planeta y
los cuerpos celestes que se ven a lo lejos. Marte se ve en todo su esplendor.
La Luna aún no se ve, pero el Sol, aquella imponente bola de fuego en el vacío
del espacio, se divisa de una manera hermosa. Mientras, sus compañeros de
misión se dedican a tontear, hasta que a uno se le ocurre abrir una botella de
agua. En el vacío del espacio, el agua se precipita a la parte superior del
cohete, el techo, donde se encuentran los controles de Homero. La energía del
cohete se corta, los propulsores se apagan y la nave se oscurece. Nadie sabe
qué hacer hasta que, decididos en llegar a su destino, tratan de reactivar la
IA de la nave. Nadie sabe realmente qué está haciendo, ya que debido a la
existencia de Homero, no fue necesaria la intervención de algún otro técnico o
navegador humano. Los astronautas están a la deriva. Uno de ellos, Alejandro
Rojas, se aventura a activar manualmente los controles de propulsión. Con
torpeza, rompe el seguro de la cámara, la cual lo absorbe dentro de los motores
que se reactivan con la presencia del hombre.
Se produce un golpe de energía y la nave
comienza a moverse, pero siguiendo un curso distinto del original. Dos
compañeros, Ramírez y Friedemann, van a revisar los motores, descubriendo que
en la sala de las turbinas no hay nada fuera de lo común. El viaje continúa
como si nada hubiera pasado.
Tras horas, que parecen ser días, en las
cuales varios se quedaron dormidos, se dan cuenta que los sistemas de
navegación se reactivan. El curso indica un rumbo extraño: Centro de la Vía
Láctea.
La ingeniería de los motores, propulsados a
través de taquiones, es mucho más efectiva que la de los antiguos
transbordadores angloamericanos. En una semana se podía estar en Neptuno. Pero
el Centro de la Vía Láctea era un lugar peligroso. Se hablaba de mitos y
leyendas de aquel “paraje”. Se oía el nombre de un tal Josef Petrenkov, el
“Vigilante de las Estrellas”. Las provisiones para una semana se agotaron. Los
valientes pero atolondrados astronautas se quedaban dormidos por el cansancio.
Varios no despertaron más. A Friedemann lo consumió el hambre. Isaías, el más
cauto, se encontraba exhorto mirando el espacio, negro, vacío, profundo,
pensando en quizás qué sucedía en la Tierra en esos momentos. Pensaba en su
esposa y el renacido amor entre ellos. Su mamita, la viejita que lo llevaba en
carreta al colegio Abate Molina cuando era chico. Se acordaba de aquel día en
que su compañero le entregó aquella tarjeta. El oxígeno se acaba dentro de la
nave. Quizás, querer cumplir un sueño no es tan buena idea, después de todo,
pero es bueno morir intentándolo.
Reflexiones en torno a una sopaipilla tirada en el suelo
Los
humanos creen que somos sus amigos. Gracioso. Antes de que nos “domesticaran”,
como dicen ellos, los atacábamos, porque siempre nos han caído mal. Los odiamos,
hay que decirlo. Antes de que su estúpida evolución los dotara de mayor
inteligencia y comenzaran a usar fuego, nosotros podíamos atacarlos y salir
victoriosos. Nuestras jaurías podían diezmar a 20 de ellos en un solo día. Y
nos gustaba esa vida. Pero por su culpa, por haber contaminado el ambiente, por
crear nuevos y más efectivos métodos de dominar a la naturaleza y de luchar
contra ella, quedamos como los atrasados.
Nos
obligan a sentarnos usando palabras de un idioma que, probablemente, ni siquiera
conozcan. Los humanos son estúpidos. Usan supuesta “filosofía canina” para
hablar siutiquerías, poemas y distintas estupideces. Dicen que nos aman, pero
sienten pena por nosotros. Yo no siento pena por nosotros, ni por mis hermanos
ni hermanas. No tengo una conciencia empática, eso es de perras, no de perros.
Quisiera morder a cualquier humano que pase por mi lado, a menos que me regale
algo para comer. Patético, debo andar mendigando comida de parte de los seres
más despreciables que puedan existir.
Me
llamo Gladstone, soy un gran danés y me gusta mi nombre. Mi “amo” murió en el
2015, cuando pasó todo eso del Gran Conflicto con el que los humanos suelen
llenar sus aburridas conversaciones sobre historia. Cuando murió este viejo,
que era un inglés inmigrante, viviendo en Chile hacía años, me fugué de la casa
donde vivía. Tenía de todo ahí, comida, algo de cariño y abrigo. Pero no era
suficiente. Independientemente de la crianza que nos den los humanos, los
perros nacimos para ser viajeros. Podemos soportar una cantidad razonable de
días sin comer, no necesitamos usar ropa, mucho menos esas capitas de colores
con las que algunos humanos visten a sus perros, ridiculizando a sus supuestos
“amigos”. Cuando el viejo murió, salté la reja de la casona donde vivía, porque
sabía que cuando la familia se enterara de la situación, iban a venir y me iban
a llevar con ellos, a la casa donde vive ese pendejo de mierda que siempre me
quiere montar como a un caballo. Su pelo rubio y sus manos extremadamente
blancas siempre estaban sucios. Barro en el pelo y las manos pegajosas. Hubiera
preferido que me durmieran.
Vivir
en la calle no es tan malo, se pasa bien, puedo sacarles la chucha a los perros
que me dicen estupideces y puedo culearme a cuanta perra se me cruce por delante.
Mi vida es corta, sí, pero al menos, lo paso bien. Conocí a esa perrita pastor
alemán, Jacky, de la vieja de mierda del departamento 71 en Suecia y mi vida
sexual ha ido en ascenso. Providencia es un lugar espectacular para un perro
ganoso como yo. Una, porque no tengo pinta de quiltro, soy un zorrón, como
dicen los humanos, y dos, porque la gente camina apurada y siempre se le cae
algo para comer. Conservé el collar con los datos de mi familia, así que si
pasa algún perrero, me van a llevar directamente a mi casa, y siempre me puedo
volver a escapar.
La
cosa es que me estoy tirando a esta perrita bien seguido. Me gusta olfatearla,
porque sé que soy el único que se la ha tirado. En eso nos parecemos a los
humanos: el ego nos domina. Los humanos son felices cuando creen ser el único
hombre en la vida de una mujer. Los perros, al menos, tenemos la certeza de que
así es.
Me
gusta caminar hasta el centro de NeoSantiago, donde la gente no se detiene a
mirar a los perros quiltros, pero a mi me hace cariño porque, claro, soy más
alto y parezco un perro bien cuidado. Siempre me ha gustado ser fantoche.
Correa de cuero, con mis datos, me baño en una pileta y me seco de inmediato,
me revuelco encima de las flores que esa vieja de mierda enojona tiene cerca
del cerro San Cristóbal y no me mezclo con los perros quiltros que toman agua
del Mapocho.
Toda
mi vida, tras el Gran Conflicto, he pasado por lo mismo, y no me quejo, porque
nunca me falta hueveo o comida. Me refugio al lado del edificio de la Catedral
de Santiago, en la Plaza de Armas, donde los inmigrantes que fueron echados de
sus casas por el gobierno, han debido sobrevivir como perros. Nos acostamos
juntos y nos damos calor mutuamente. No es tan malo, excepto cuando estos
humanos nos pegan las pulgas.
Me
han llamado racista, y es cierto, lo soy, pero dime una cosa ¿no te molestaría
que un montón de personas estúpidas te hicieran cariño con sus manos
desprovistas de pelo y llenas de grasa? ¿Te molestaría tener que soportar que
una mujer con frenillos te golpee la espalda cada vez que se quiera reír porque
o peleó con el pololo o porque la echaron de la casa? ¿Cierto que molesta? Los
humanos son idiotas. Si al menos, nos dejarán ladrarles tranquilos a esas
máquinas que siempre están acabando con la vida de los perros, con sus ojos
luminosos y bocas de metal, dejaríamos de enojarnos.
Una
de las cosas que detesto es comer sopaipillas, porque aunque tengo mucha
hambre, me pongo a pensar toda mi vida de perro, desde que me fui de mi casa.
Como si alguien fuera a escuchar lo que tengo que decir.
Solucionamos su vida en cómodas cuotas
Le gustaba ver pasar los aerotaxis y el
monorriel por la esquina del megaconjunto Los Libertadores, ubicado en Cerro
Navia. Había llegado a su casa, y se había dispuesto a ver al exterior. Le
gustaba el atardecer. Cuando la luz del sol se extinguió completamente, entró a
su hogar. Tomó una tarjeta brillante que había dejado encima de la mesa al
llegar a su casa. No le había puesto atención a las letras verdes
fosforescentes, porque pensó que se trataría de otras de esos sucuchos donde
las mujeres se quitan la ropa por dinero. O alguna oferta de zapatillas o de
máscaras traductoras, como siempre. La tiró de nuevo a la mesa, sin leerla.
Se dispuso a tomar té, cansado, aburrido. La
pierna le dolía más que de costumbre y, a pesar de todos los años que habían pasado
desde que perdió la movilidad, no se acostumbraba al dolor. Se quedó parado
frente a la tetera, mirándola cómo se ponía cada vez más negra porque le daba
flojera moverla y el fuego seguía quemándole el contorno. Hirvió. Apagó el
fuego y tomó la vieja tetera para depositar el contenido en una taza con la
oreja quebrada.
Se sentó, como todos los días, frente al
televisor, con una tenue luz blanca llegándole desde la calle. Avenida Salvador
Gutiérrez es una calle demasiado transitada, a la hora que sea. La luz de la
calle caía sobre la montonera de papeles que estaban encima de la mesa y la
tarjeta verde, tipo neón, se destacó sobre el contenido de la mesa.
La tarjeta le estaba exasperando. El brillo de
las letras verdes le estaba haciendo burla. Tomó el bastón de madera negra con
el cóndor plateado en la empuñadura y se paró para tomar la dichosa tarjeta. Se
leía en ella “Rodríguez Soluciones. Lo difícil lo hacemos de inmediato. Lo
imposible nos demora un poco más”. Le pareció gracioso el slogan, pero se
decidió a mandar un mail a la dirección que aparecía en la tarjetita
luminiscente.
Señores Rodríguez Soluciones:
Junto con saludarles, quisiera saber qué tipo
de soluciones ofrece su empresa. He recibido una tarjeta el día de hoy,
mientras tomaba el monorriel de vuelta a mi casa y me ha llamado la atención.
¿Soluciones mecánicas? ¿Soluciones educativas?
Agradeciendo su pronta respuesta, de antemano.
Miguel Arancibia
Enviar. Se sentó y siguió viendo televisión
hasta quedarse dormido, como acostumbraba a hacerlo.
La mañana siguiente se despertó y revisó su
computador. Nada. La semana se fue y aún nada. No salía muy seguido de su casa,
más que para ir a comprar el pan y una que otra cerveza, que abría y bebía en
el balcón de su departamento.
Una mañana, mientras tomaba una cerveza,
tocaron a su puerta. Un hombre de terno y corbata se encontraba ahí,
representante de la empresa de la tarjeta brillante.
– Hola, buenos días. Me llamo Manuel Rodríguez
y soy parte de Rodríguez Soluciones. Recibimos su correo y nos encontramos aquí
para ayudarle – dijo, con un tono muy diligente.
– Pase. ¿Le gustaría un té?
– Nuestro negocio es simple, señor. Usted me
acompaña, vamos a la compañía y arreglamos todo en usted que necesite arreglo.
Ese tono le convenció de una manera
irresistible. Tomó su bastón y salió. Cojeaba como siempre, pero esa frase
“arreglamos todo en usted que necesite arreglo” le llenaba de esperanza y
cierta desconfianza. El dolor seguía, pero siempre podía detenerse, aunque
siguiera cojeando.
Tomaron el aeroauto en el que Manuel Rodríguez
llegó a Cerro Navia. En cinco minutos estarían en la Torre Rodríguez, donde procederían
a aplicar el procedimiento médico. Según le conversaba aquel representante de
barba corta y modales un tanto afectados (por no decir amariconados), en
Rodríguez Soluciones tenían una máquina de diagnóstico médico, similar a un
escáner, en la cual verían todos los problemas que tenía su cuerpo, fueran
físicos o psicológicos.
El escáner era un gran tubo de color verde
grisáceo, en una sala del mismo tono. Una enfermera de muy buena pinta le pide
que la acompañe a la sala de registro, donde le toman los datos.
- ¿Nombre, RUT, fecha de nacimiento y
dirección?
- Miguel Eduardo Arancibia Castro, rut
23.005.898-4, nací el 8 de agosto del año 2009 y vivo en Salvador Gutiérrez
1988, megaconjunto habitacional Los Libertadores, departamento 173C, comuna de
Cerro Navia – respondió, con la voz temblorosa, por la ansiedad.
- Quítese la ropa y el gorro también – le dijo
la enfermera – y pase al escáner.
Se tumbó dentro de la dichosa máquina. Una luz
blanca le sumió en un sueño. Cuando despertó, se incorporó sobre una cama
blanca. El televisor mostraba unos antiguos dibujos animados de superhéroes.
Unos recipientes al lado de su cama contienen comida: arroz, pollo al vapor,
una hallulla miniatura y un vaso de Coca Cola adornan una bandeja blancuzca.
– ¡¿Cómo se siente, don Miguel?! – pregunta la
enfermera
- ¿Cómo quiere que me sienta? ¡Me siento como
si me hubieran sacado 20 años de encima!
- Pues para eso estamos. A las tres vendrá el
doctor a revisarle, y de estar todo bien, esta misma tarde podrá irse a su
casa.
Se sentía extraño. Le parecía que el dolor de
la pierna le había acompañado toda su vida y, en cierto modo, lo extrañaba.
Pero se sentía joven de nuevo. Para cuando llegó el doctor, no se fijó mucho en
él, respondía con monosílabos mientras pensaba en qué hacer cuando se fuera a
su casa. Su sueldo estaba intacto, era cosa de sacarlo del cajero automático y
salir a gastar un poco. Quizás en ir al cine, o al parque a pasear. O a una
tienda, a comprarse una bicicleta. ¿Cuánto tiempo había pasado en el hospital?
Dos días, quizás.
Grande fue su sorpresa cuando vio que había
pasado un mes. ¿Estuvo dormido un mes? Le vino una suerte de depresión por
aquello, pero no dejó de lado la idea de irse caminando a casa, para estrenar
su nueva juventud. Pasó a comer algo a un local de comida rápida y salió del
mismo tomando una Coca Cola en lata. Caminó por la Alameda, hasta llegar a
Estación Central. Se le ocurrió entrar por la calle al costado de la
Universidad Técnica de NeoExtremadura.
– Ya, conchetumare, entrega to’ah lah moneah –
le dice un hombre con una navaja
– Ando planchado, amigo, no tengo ni uno –
responde Miguel, asustado
– Deja de hacerte el hueón y pasa lah mone’ah,
te dicen, o te pego un corte aquí mismo –
Sin esperar el gesto de Miguel, el tipo le tira
un golpe y le entierra la navaja. Nunca había sentido tal cosa, ni aún en la
guerra. Lo de la pierna fue estando inconsciente, un camarada lo encontró y lo
llevó al cuartel. Fue helado, pero no sintió dolor, sólo el frío del acero.
Eran casi las diez de la noche. El ladrón escapó y Miguel se sorprendió al
poder incorporarse sin gran esfuerzo. Se puso un pañuelo en la herida y tomó un
aerotaxi.
Se dirigió a su casa. Al llegar a su piso, el
173 del megaconjunto, se dio cuenta de que no le estaba saliendo sangre de la
herida. Grande fue su sorpresa cuando lo que en realidad le estaba saliendo era
aceite de motor. El pañuelo estaba negro por el contacto con el aceite y,
asustado, llamó a Rodríguez Soluciones. El nerviosismo de no saber qué estaba
pasando hizo que el videófono quedara sucio con la grasienta emanación de la
herida.
– Señor Rodríguez ¿qué chucha me hicieron? Me
asaltaron, me acuchillaron y ahora estoy sangrando, pero no es sangre… ¡Es
aceite de motor!
– Cálmese, señor Arancibia… o quizás deba
decirle sólo Miguel. Le cuento: usted es un prototipo de soldado sintético que
Rodríguez Soluciones probó durante la Guerra de Buenos Aires. Al principio,
funcionaron bien, excepto porque un pulso que los argentinos crearon hacía que
se volvieran locos y perdiéramos el control. Resolvimos darles recuerdos, para
que así, pudieran crear sintéticamente el sentimiento de patriotismo y no se
vieran afectados por el pulso platense. Y funcionó. El problema es que no era
llegar y desconectarlos, ya que tuvimos que crearles identidades legales y sus
cerebros positrónicos fueron evolucionando. Consideramos de alguna manera
inmoral el desconectarlos, ya que, al crear el sentimientos patriota, crearon
sensaciones, como el dolor que usted recordará.
- ¿Qué mierda me está queriendo decir? ¿Soy un
robot? – inquirió, interrumpiendo a Rodríguez.
– Precisamente – respondió el representante de
la empresa – Usted es parte de la más avanzada línea de soldados sintéticos,
los Pillán-4, una obra de arte de la biotecnología. Pero no se complique,
mañana pasaremos a recogerlo y le borraremos el recuerdo de haber tenido ese
asalto, la herida y esta conversación. Buenas noches.
No pudo conciliar el sueño. ¿Un robot? Parecía
un cuento de Philip K. Dick, ese de la “hormiga eléctrica”. Ahora comprendía el
slogan de la empresa: “lo imposible nos demora un poco más”. ¿Y su familia, su
padre en Magallanes? Sabía que era real. ¿Y su madre, que en paz descanse, en
el cementerio de Valdivia? No podía ser esto posible. Miles de preguntas
pasaron por su cabeza. Eran las 4 de la mañana cuando decidió levantarse a
revisarse a sí mismo. Tomo un cuchillo cartonero, una caja de destornilladores
y se sentó en el suelo del comedor. Se realizó una incisión en la pantorilla
izquierda, la que había sido “solucionada” del dolor que le acompañó por años.
Y claro, era un pedazo de metal lo que había dentro. Tornillos de cruz, cables
azules (que actuarían como venas, se dijo a sí mismo) y almohadillas de teflón,
que imaginó como músculos.
Se tendió en el sillón, tomó un vaso de whisky,
mientras fumaba. Siguió preguntándose acerca de su propia ingeniería corporal.
¿Tendría también una cinta que determina sus movimientos, su mundo, como
aquella “hormiga eléctrica” del cuento de Dick? No, era poco probable.
Rodríguez habló de un cerebro positrónico. ¿Qué quiso decir con “sus cerebros
evolucionaron”? Pensó en las tres famosas leyes de la robótica. Nunca las tomó
en serio ni se preguntó a sí mismo si debía seguir todas las órdenes de los
humanos. Era soldado, fue entrenado para recibir y cumplir órdenes, y siempre
fue uno de los mejores. Tenía cicatrices de guerra. En Avellaneda recibió un
disparo en el hombro. No le dolía ya, pero aún tenía la cicatriz. Rodríguez
llegó con una linterna en la mano. Duerme.
Reprogramar un cerebro positrónico evolucionado
requería un gran trabajo de ingeniería. Había que quitar recuerdos, más no la
conciencia, ya que existía una ley que prohibía, bajo pena de muerte, suprimir
una conciencia creada, a menos que esta supusiera un peligro público extremo.
No era el caso de Miguel Arancibia, vecino ejemplar, conocido por ser veterano
de la Guerra de Buenos Aires. A pesar de haber vivido mucho tiempo con una
herida y un dolor en su pierna izquierda, se esforzaba siempre por ayudar a las
vecinas que venían cargadas con las bolsas de la feria. Era un buen “hombre”.
Era más humano que el mismo humano. Miguel seguía durmiendo y Rodríguez sigue
reprogramando. Era una tarea casi imposible, por eso le tomaba tanto tiempo,
aún más operando en la casa del afectado.
Miguel se encuentra en su cama, sin tener
conciencia de haber pasado lo que pasó la noche anterior, a pesar de que no fue
sólo una noche. No recuerda el asalto. Fuegos de artificio lo despiertan.
Habían pasado seis meses, pero no lo notó. Era otro día más, con fútbol y
celebraciones. Era el Clásico de la federación y todo NeoSantiago se abocaba a
ir al estadio Julio Martínez para ver el encuentro. Le gustaba ver pasar los
aerotaxis y el monorriel por la esquina del megaconjunto Los Libertadores,
ubicado en Cerro Navia. Miró la tarjeta fosforescente que brillaba por el
reflejo de la luz del sol. Leyó “Rodríguez Soluciones”. Lo difícil, crear a un
soldado sintético con la capacidad de desarrollar emociones y sensaciones, lo
hicieron de inmediato. Lo imposible, reprogramar a dicho soldado para que fuera
una persona total e íntegra, les demoró un poco más.
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